Declaración de amor para «Cize»
Hizo un gesto como si se abrazara. Se abrazó. Se envolvió en el amor que le trepaba por su zigzagueante anatomía, tironeándole de las faldas. ¡Vamos que te queremos!… Vibró. Le dio (y esto sí que es verdad), como un escalofrío. O… más bien un cierto espasmo. Un gran espasmo nítido y final al acusar recibo del afecto.
Ahí estuvo.
Ahí estuvo, nomás.
Por fin. Entonces. Ahí estuvo ella: la despojada. La «Cize» desamparada de una isla perdida entre latitudes y longitudes. Ahí, no le quedó más remedio que des-ampararse, dejar de ampararse tras su arte, ya que venía dándose profesionalmente, como Voz de todas las voces de su mismo timbre, hidalguía y color. El secreto fue que Cesaria Evora necesitaba un calor más grande que cualquier calor parecido, semejante o emulador.
Calor abrazador quería. Que la abrazara y abrasarse. Que la desplegaran y desplegarse. Drenar. Florecer sobre lo florecido. Engendrase. Desde lo engendrado, multiplicarse.
Sin necesidad de un sólo movimiento. Congelando cada uno de nuestros movimientos. Inclusive la respiración.
Recién cuando la gente rompió a darse de palmas, tan fuertemente que saltaron chispas, entonces ella hizo el gesto ese… el de ovillarse en los otros. ¿O fue como una visión efímera, instantánea? ¿como un reflejo apenas, a lo lejos?.
No. No… Taxtativamente se envolvió con todos. Y ya fue nada más, un perfecto -y perfectible a cada instante que pasaba- gran y colectivo acto de amor.
Amor en varias fojas. Sin raspaduras ni enmiendas.
Con la sangre, la correntada
No fue solamente oirla cantar sino amarla cantando. (Por supuesto a los músicos también).
Veamos lo que pasaba en el esce-nario.
Costantemente era como si una medalla danzara pendiendo de un hilo.
Ora una cara: la nostalgia lejana, entrañablemente desgarradora casi una tristeza de «paridad», del que parió y lo parieron en el dolor. Esa era la «morna».
Ora la risa loca del carnaval, la comparsa de la vida y la alegría ¿por qué no? (que para estar alegres nos han parido hombre-mujer). Esa era la «coladeira».
Allí arriba, todo el tiempo Cesaria jugaba a cara y ceca, vuelta otra vez y de repente cruz.
No alcanzaba a izar alguien, los desparramados lagrimones que Cize arrancaba dicharachera como para seguirla en la parranda.
¡Es tan lindo llorar en la semi-oscuridad como se nos viene en ganas! Y darse cuenta que por algo en el medio del tórax está la maquinaria.
Esta mujer, con dos pies planos, apenas mueve a veces el dedo gordo, otras imperceptible el derecho o el izquierdo. Más cuando quiere, hace unos movimientos sexys como para dejar picando…
Quieta canta y van cayendo las capas de la acorazada sensibilidad. «Cize» canta y remueve dulcemente los costrones. Por debajo corre sangre y con la sangre viene la correntada de la cuota que como humanos tenemos para con los desterrados, azotados, abandonados de la tierra. Porque sabemos que ella o sus músicos, se «salvaron», pero afuera, ni bien se saca la planta bien calzada del cine Español, muchas -y muchos- «Cizes» se pierden por monedas en las callejas neuquinas, en los bodegones, o corriendo detrás de los paseantes.
Como lo hacía nada más que cantando por los bares de los bajos fondos de Mindelo (Cabo Verde), la Evora que estuvimos oyendo. Allá cuando tenía treinta años menos, las caderas y el busto turgentes, la panza vacía y una madre tullida para mantener. «Al lado de tu horno/ nos criaste/ con tu falda negra y tu pañuelito,/ nos enseñaste quiénes éramos./ Oh mamá, vieja mamá,/ déjame cantarte esta canción/ para alegrar tu corazón./ Tú nos enseñaste/ que el mundo está hecho para vivir/ y también para morir/ para amar y para sufrir/».
Beatriz Sciutto
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