Decodificando los átomos del antipoeta

“El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos: aunque le pese”. Como un meteorito que durante siglos había estado esperando su turno para colisionar, Nicanor Parra apareció en la escena literaria hispanoamericana para resignificar la poesía. Nada menos. “Durante 50 años la poesía han sido el paraíso del tonto solemne”, había escrito don Nicanor. Hasta que llegó él con su puñado de antipoemas, sus irreverencias, sus frases desgarradas, sus dentelladas convertidas en canciones. El escritor ayer galardonado con el premio Cervantes puede decir de sí mismo, sin sonrojarse, sin exagerar que en el universo poético existe un antes y un después de Nicanor Parra. “Yo quiero hacer un ruido con los pies Y quiero que mi alma encuentre su cuerpo”. Nicanor Parra, como un samurai borracho de su propia iluminación. Como el letrista perfecto de The Clash o The Sex Pistols. Como el amigo optimista de Cioran. Como una versión cínica de Yorick, la calavera de Hamlet. Como la tempestad que deja lugar a la primera flor de la primavera. Su poesía ha trascendido el romance sin perder la inocencia. Se ha vuelto un objeto irónico que entiende lo delicados que son los sentimientos ajenos. Un magma donde se fusionan la carcajada y el recurso de los pensadores místicos griegos. “Hacer brotar un mundo de la nada pero no por razones de peso por fregar solamente, por joder”. Nicanor Parra parece una excepción a la regla pero no lo es. La irreverencia, en un país donde la formalidad y el pudor constituyen la matriz de todas las conductas públicas, es una tradición que numerosos poetas trasandinos no han dejado morir. Es cierto que Parra llevó las cosas más allá y cuando estaba lejos dobló. Su locura creativa no es comparable pero sí comprensible. Su apetito es voraz cuando se trata de la discordia y la revolución de las palabras. Como cuando escribe y poetiza: “Aló, con la casa de la Cultura? –Sí, conchetumadre”. “¿Qué te parece valdrá la pena matar a dios a ver si se arregla el mundo?”. Desde que sus “Antipoemas” se abrieron un lugar a golpes de puño, su largo y brillante trabajo de desacralización de la poesía no ha cesado. Todavía hoy como ayer Nicanor Parra continúa impactando conciencias. Todavía hoy como ayer los jóvenes se aferran a sus máximas poéticas como a mantras. Leónidas Morales ha dicho de su obra con razón y precisión: “El antipoema es subversivo pero no militante: no toma partido ideológico sino que es más bien un vigilante acusador de las deformaciones de las ideologías”. “In case of fire do not use elevators use stairways unless otherwise instructed”. Don Nicanor, el admirador incondicional de Baudelaire y Rimbaud. Aquel personaje ilustre que vive desde hace años en una bella aunque despojada casa de madera poblada de miles de libros. El célebre y humilde antipoeta laureado que las embajadas esperan con los brazos abiertos. Ese hombre no es un poeta generacional. Y no será él quien diga la última palabra. Apenas una anotación al margen escrita con un lápiz de un color distinto. “Apaguemos la luz mejor será la materia no tiene la culpa de nada toda la culpa la tiene el espíritu”. Su poesía es el canto del gallo a deshora. Un riff “sin” guitarra eléctrica pero “con” Keith Richard. Un camino que no estaba en los mapas. Una plegaria en el medio de la nada dedicada a nadie y a todos. Una búsqueda infructuosa aunque muy divertida del tesoro pirata. Un cuento de niños traviesos. Un juguete ruso fabricado en ébano y metal pero que lleva un chip adentro. Una ecuación matemática que intenta descifrar la hora exacta en que conviene tomar un té en el desierto. El aire y la lluvia del sur del mundo decodificadas. El cielo tan temido.

Claudio Andrade candrade@rionegro.com.ar


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