Delito, mercado y menores

Desde el terrible y conmocionante episodio que le costó la vida a Daniel Capristo en Valentín Alsina, a manos de un chico de 14 años que pretendía robar su automóvil, se aceleró el tratamiento de proyectos legislativos sobre los menores en conflicto con la ley penal que se habían presentado hacía años en el Congreso nacional. Otra vez se legisla bajo presión y en función de un caso concreto.

Según las encuestas de opinión, la inseguridad ciudadana está al tope de las preocupaciones de la población y un reciente estudio de la consultora «Management & Fit» da cuenta de que el 71% de los encuestados se pronuncia por la rebaja en la edad de la punibilidad de los menores.

Dado que existen proyectos provenientes de diversas vertientes ideológicas y que se percibe un fuerte reclamo popular, y teniendo en cuenta que los legisladores son los representantes del pueblo, parece bastante probable que se produzca la mentada modificación normativa sin que pueda aventurarse con qué alcances, aunque deberá serlo en sintonía con directrices constitucionales. Creemos que si los fundamentos son que los adolescentes de ahora no son como los de antes, que existe otro grado de madurez e información, que hay chicos peligrosos y que las víctimas y la población en general se sienten alarmadas y no pueden tolerar que no se juzgue a los menores de 16 años cuando cometen hechos graves, esos argumentos serían de suficiente peso como para considerarlos con atención, aunque convendría no soslayar la incidencia de la droga (especialmente el paco) como factor limitante de la libertad y el discernimiento.

Ahora, si lo que se pretende con una medida de esa naturaleza es combatir la inseguridad, pensando que se reducirán drásticamente los delitos violentos, debemos advertir -aunque sea políticamente incorrecto- que eso no ocurrirá.

Y ello, fundamentalmente por dos razones. En primer lugar, más allá de ese hecho tan desgraciado y desolador, afortunadamente no hay un ejército de chicos de 14 años matando gente; se trata de casos aislados. Una digresión: ¿no habría primero que construir y equipar establecimientos adecuados para alojarlos?

La otra razón -según creemos- es que la casi totalidad de los homicidios y otros graves ilícitos la cometen personas mayores de 18 años que sí son sometidos a proceso cuando se los identifica y detiene y la situación no cambió a pesar del endurecimiento de las penas operado años atrás ni de las restricciones en la excarcelación como ocurrió en el 2000 en la provincia de Buenos Aires, que llevó a que la cantidad de detenidos se duplicara. Precisamente, según la ley vigente, las penas se elevan significativamente si en la comisión de delitos se emplean armas de fuego o se los realiza con menores. Tampoco disminuyeron los homicidios culposos por imprudencia en el tránsito, a pesar del aumento de la penalidad.

Siempre sostuvimos que ello iba a pasar, es decir que los índices delictivos no iban a bajar con aquellas medidas, y no porque tengamos poderes adivinatorios sino porque surge del más elemental sentido común y así se dio en otras partes del mundo; tampoco resulta determinante, aunque sea necesario, comprar más patrulleros y nombrar más policías y fiscales. Sería bueno que no se le mintiera a la gente y que oficialistas y opositores, en tiempos electorales como los que vivimos, no hicieran demagogia ni especularan con estas cuestiones tan serias y dolorosas.

Pero ¿no hay nada que se pueda hacer? Creemos que sí. Por un lado, abordar firme y decididamente la cuestión social en punto a atender la marginalidad, la desestructuración familiar, las adicciones de los miles de jóvenes que en los grandes centros urbanos no estudian ni trabajan. Sacarlos de las calles, brindarles oportunidades de horizontes dignos, que practiquen deportes, que aprendan un oficio. Claro, se dice «Eso está bien, todos coincidimos, pero ¿qué hacemos mientras tanto?». Mientras tanto hay que hacer eso; si no empezamos, nunca veremos los resultados y seguirán por generaciones el sufrimiento, la sangre, las lágrimas y la demagogia de la solución mágica de cambiar la ley. Ésa es la gran deuda pendiente de la democracia recuperada hace un cuarto de siglo; si no se hace por convencimiento, solidaridad o justicia social habría que hacerlo -al menos- en defensa propia, por pura conveniencia, porque todos podemos ser víctimas del accionar de un «pibe chorro», drogado, jugado y sin futuro como no sea una vida privado de libertad o una bala policial.

Pero lo otro que se debe hacer, y no es menos importante, es comprender que en el delito funcionan las reglas del mercado, la oferta y la demanda, la maximización de los beneficios y la minimización de los riesgos, en virtud de decisiones de señores que parecen respetables y no viven en villas de emergencia. Son los que manejan las decenas de mercados ilegales, a veces con protección o complicidad policial y hasta política, como han establecido quienes estudiaron estas cuestiones y surge de las propias investigaciones judiciales.

Hay expertos que sostienen que cuando hace unos años se controlaron fuertemente los desarmaderos (por un tiempo, porque entre nosotros las políticas nunca son para siempre) disminuyeron los robos de automotores y recrudecieron los secuestros extorsivos. Los delincuentes cambian de rubro, se adaptan, buscan el menor riesgo y el mayor beneficio.

Dada la nueva crisis económica que nos golpea, es muy probable que se requieran automóviles para hacer «mellizos», para remises, para desmantelarlos y vender los repuestos. Por eso es muy probable que el juvenil matador del infortunado Capristo haya sido un eslabón, el más débil y pequeño (pero no por ello menos peligroso, o quizá por eso más peligroso) de una cadena de comercialización ilegal de automotores que utiliza como levantadores de vehículos a cambio de unos pocos pesos a jóvenes marginales casi siempre adictos a los estupefacientes más baratos y nocivos. Figuras intercambiables y desechables de un pingüe negocio.

Por eso el ciudadano que a veces concurre a una marcha y vocifera reclamando «justicia» y «seguridad» debería tomar conciencia de que cuando compra un repuesto de auto tres veces más barato o un celular o una computadora en el mercado negro (al margen de que podría incurrir en el delito de encubrimiento) está alimentando una rueda de negocios sucios que lleva a derramamientos de sangre y deja a su paso viudas y huérfanos. También debería entenderlo el policía corrupto que avisa de un allanamiento o no comunica un ilícito a cambio de una coima. ¿Cuántos de quienes agredieron salvaje y cobardemente al fiscal que llegó al lugar cumpliendo su deber tendrían la conciencia limpia para arrojar el puñetazo?

Se debería diseñar una verdadera y coherente política criminal como política de Estado, más allá del gobierno de turno. Creemos que el poder político a cargo del Ministerio de Seguridad y el Ministerio Público Fiscal deberían poner el énfasis en la investigación sistemática y coordinada del crimen organizado, incluyendo -desde luego- a la Justicia federal respecto de los delitos más graves de narcotráfico, aunque es probable que en muchos de sus exponentes no exista verdadera voluntad y vocación para ello.

 

 

(*) Juez en lo correccional. Profesor adjunto de Derecho Procesal Penal (UNS). Profesor de posgrado


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