Delito, seguridad, precaución y castigo

La concepción de la pena como retribución fue abolida en nuestro ordenamiento en 1853. “Las cárceles de la Nación, determinó la Constitución en su artículo 18, serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”. Esa norma no fue derogada, de modo que cuando de las consecuencias del delito se trata nuestro debate, a mi juicio, debería centrarse en el análisis de a qué hemos de llamar seguridad y a qué peligrosidad y precaución; una cuestión lexicográfica, en suma, relacionada con los límites racionales y jurídicos de la prevención. Es posible que haya una estrecha relación entre peligrosidad, reincidencia e inseguridad y que la creciente tendencia judicial a privilegiar la libertad de quienes han sido imputados de un delito no sea ajena a la preocupación de los jueces por evitar las responsabilidades derivadas de la norma constitucional a que me referí en el párrafo precedente. Subyacen, seguramente, además, razones ideológicas incorporadas a nuestro sistema normativo que contribuyen a la adopción de ese criterio generoso: la creencia de que quien delinque ha sido predeterminado en su acción por las circunstancias, marco cuya preexistencia no habría podido el agente evitar o remover, de modo que la culpa, en definitiva, ha de trasladarse del delincuente al cuerpo social. Pónese con ello el acento en la marginación, partiendo del supuesto de que no ha sido ésta producto de ligereza o indolencia de quien violó la ley, al tiempo que se minimiza la relación existente entre drogadicción, peligrosidad, delito y reincidencia. Súmase a ello la idea de que el agravamiento de las sanciones previsto para los casos de reincidencia debe interpretarse como una segunda condena aplicada a hechos que ya han sido juzgados, con lo que se estaría violando en su eventual aplicación un principio consubstancial con el Estado de derecho. Parece prudente distinguir entre opinión técnica, indispensable para una más adecuada caracterización de los elementos en juego, y apreciación ideológica y ética del fenómeno delictivo. La idea de peligrosidad, por ejemplo, fundamental en la delimitación del concepto de precaución, debería acercarse, en la medida en que el desarrollo científico lo haga posible, al grado de objetividad que sólo la Medicina Forense con el apoyo de la neurociencia puede ofrecernos. En la determinación de las causas profundas que llevan al delito, a la reincidencia y a la peligrosidad suele ponerse en un primer plano lo conjetural e ideológico y es allí donde se genera una más fuerte división en la opinión pública. Se ha dispuesto, según se ve, como a cualquier país civilizado corresponde, que las cárceles sean “para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. Y como la decisión política así tomada tiene necesariamente un costo que ha de financiarse con impuestos, la opinión de los ciudadanos no puede ser tenida por irrelevante, basada meramente en el prejuicio y en la absoluta desinformación o el deseo de venganza. No parece justo reprocharles su incapacidad de comprensión de los tiempos que demanda la confirmación de tal o cual teoría política o sociológica, cuando nadie duda de que tampoco es posible calificar de irracionales los miedos que esos mismos ciudadanos hoy padecen. Nadie pide seguridad para pasado mañana. La legitimación del poder, después de todo, comienza con la seguridad, porque sobre ella inevitablemente se asienta la efectiva vigencia de todos los derechos y las garantías constitucionales. Tengo la impresión de que lo ideológico ha primado en la discusión de las causas del incremento del delito y de la reincidencia. Tomemos el ejemplo de un debate corriente: el de la incidencia de la severidad de las penas en la prevención del delito. ¿Es verdad que para nada sirve agravar las sanciones? Digamos que soy contrario a ese incremento y afirmo que no, porque creo que se ha demostrado que el agravamiento de las sanciones no lleva a una reducción del número de delitos. Puede que tal afirmación sea verdadera, pero ¿cómo verifico ese aserto? ¿Sobre la base de qué dato estadístico puede esa afirmación justificarse? ¿Cómo habré de determinar el número de sujetos que se abstuvieron de cometer un hecho ilícito por temor a la sanción? Y cuando hemos minimizado la incidencia del consumo de drogas en el cuadro de violencia, marginación y crueldad que suele caracterizar el accionar delictivo en nuestros días, para apoyarla en el vastísimo campo de una suerte de culpa colectiva, ¿lo hemos hecho con algún fundamento científico? Si el sentido práctico primara en nuestras decisiones, si lo que de veras queremos es la vigencia plena del Estado de derecho con todo lo que ello implica (resguardo de la vida, de la propiedad, de las garantías individuales y de nuestros derechos y libertades fundamentales) y no queremos renunciar a nuestro compromiso ético, tendremos que definir el marco legal de las instituciones relacionadas con la seguridad apoyándonos no en lo meramente conjetural sino en las conclusiones de la ciencia. Es claro que también en esto la cautela parece inevitable, porque no sería sensato permanecer ajenos a la preocupación de Mario Bunge a propósito de la validez y alcance de lo que suele tenerse por conocimiento científico: “La caricatura de un bien cultural –nos dice–… es un fraude. La obra fraudulenta no es una buena copia de un buen original, sino un intento de hacer pasar gato por liebre; p. ej., ruido por música, garabato por pintura, un montón de palabras por poesía, fantasía desenfrenada por ciencia, procedimiento inoperante o nocivo por técnica fundada, dogma ideológico por ciencia social o palabrerío oscuro por filosofía”. (*) Abogado

CARLOS YÁCUBSOHN (*)


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