«Un caramelo y un bastonazo» para enderezar a Houseman

Recuerdo

Identificado con buena parte de la gloria de Boca y con festejos imborrables de San Lorenzo, se fue al cielo un personaje sin par del fútbol argentino: Juan Carlos «Toto» Lorenzo, un técnico «a la europea», un rey de gestos y guiños, una marca registrada capaz de generar amores u odios, jamás indiferencia.

Cubrir un partido de aquel Boca ganador de la Libertadores y la Intercontinental era tan jugoso como el paso posterior por los vestuarios para encontrarse con alguien que manejaba como pocos el juego con la prensa y era capaz de armar un sketch para cada respuesta.

Tenía adoradores de su estilo y, obviamente, detractores. Hoy lo definirían como un resultadista. Eran tiempos en que arrancaba el jueguito de las veredas ideológicas por estilo de juego, esa polémica estéril que aún hoy entretiene y limita a vastos sectores del fútbol.

«Si quieren espectáculo, vayan al Colón», desafiaba a quienes criticaban a su letal Boca bicampeón nacional, bicampeón de la Libertadores y ganador de la Intercontinental. El se enorgullecía de la maquinita que había montado, y que muchos cuestionaban, pues la vinculaban a la especulación, a caminar por el filo del reglamento, al antifútbol…

Con voz aflautada y rutina de cómico italiano, vivía como pez en el agua en medio de las polémicas, un rubro en el que había por entonces varios pesos pesados, como Angel Labruna, César Menotti o Carlos Bilardo, cada uno con su sello.

Por estilo de juego podía emparentarse con Bilardo, pero el «Narigón» disfrutaba al explicar lo suyo con lujo de detalles, mientras Lorenzo no se ufanaba de hallazgos tácticos. El «Toto» era más visceral y se apoyaba en sus guiños, en sus refranes, en esa mirada de costado para radiografiar al periodista mientras venía la pregunta.

Por dominio de la escena, se parecía más a Labruna, pero el «Feo» lo superaba en calle, en barrio. Lo de Lorenzo tenía más que ver con esfuerzo de laburante, con la disciplina europea con la que se alimentó. Y con Menotti eran agua y aceite, por chamuyo y por paladar para el fútbol.

En tiempos en que la selección no era una prioridad, sino un fierro caliente, dirigió a la Argentina en dos mundiales. Desde entonces, lo identificaron con jugadores esforzados y respetuosos, pero un día se descolgó con que le gustaría dirigir a uno de otro palo, nada menos que René Houseman, el más genial y, a la vez, el más díscolo. Lo tomaron en broma y le preguntaron cómo haría para ponerlo en vereda y sumarlo a sus rígidos esquemas de juego. Se encogió de hombros y respondió: «Un caramelo y un bastonazo».

Pero por más fanático que fuera con el sistema y el esfuerzo, tampoco comía vidrio. Cuando llegó a Unión de Santa Fe para la campaña de ascenso de 1975 lo hizo con un plantel totalmente nuevo. De los que estaban en el club e iban camino de quedar libres, sólo rescató a uno: era Leopoldo Jacinto Luque, que luego fue figura, de allí saltó a brillar en Ríver y enseguida a la selección argentina campeona mundial de 1978.

Hacía rato que la prensa sólo lo consultaba para evocaciones, pues su protagonismo real había terminado en los finales de la década del 80. Su lenguaje actual, desde la vejez y la enfermedad, distaba mucho de ser el que había tenido. Hacía rato que ya no se reconocían en él las huellas del espectacular personaje que fue.

Rodolfo Bernárdez

(Agencia DyN)


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