Derechos civiles, derechos de todos

FERNANDO MURAT (*)

Los sistemas de exclusión y limitación de derechos de los grupos cohesionados en una diferencia, sea religiosa, étnica, sexual o de cualquier naturaleza, forman uno de los grandes vasos comunicantes entre las burguesías nacionales, como las conocemos desde su constitución y sus efectos en el siglo XX, y los regímenes totalitarios. El debate por los derechos civiles de las personas de condición homosexual y su acceso al matrimonio no hace otra cosa que poner en escena la lucha política por la definición del derecho, que como se sabe evoluciona en estas tensiones y lo hace con un sistema de ampliación de sus propias fronteras. Es ocioso hacer un recuento histórico para mostrar que los valores culturales dependen de construcciones relativas, es decir que están inmersos en un juego de relaciones políticas y de poder cuya mayor eficacia es avanzar en procesos de “naturalización”. Pero quizás sea necesario recordar que el derecho, en definitiva como la construcción simbólica de la que estamos hechos, responde a un conjunto complejo de valores pero está asentado en un eje que constituye su sistema en la punición del delito. Buena parte de la evolución de los sistemas de derecho occidentales en la segunda mitad del siglo XX se apoyó en la necesidad de escindir la diferencia étnica, religiosa y social de un régimen de exclusión. ¿Es necesario recordar que la diferencia sexual no constituye otra cosa que eso, diferencia sexual, y que no hay ningún argumento que pueda desplazar esa diferencia a otro paradigma, en este caso moral? La figura de la inclusión con un sistema diferenciado de derechos no es más que una forma atenuada, y no por eso menos extrema, de separación y aislamiento de un grupo constituido por una diferencia que busca, con su absorción plena en el derecho, disolver la forma en que esa diferencia, que es sexual, aparece en migración hacia una diferencia moral que se constituye en aislamiento. El derecho civil como se lo conoce hoy se apoya en una categoría, la de ciudadano, más allá de los grupos específicos de pertenencia. Figuras como plan de Dios o instancias demoníacas deberían ser asumidas como metáforas políticas, como el envío de una necesidad política a instancias improbables de trascendencia. La política y la economía, como bienes de dominio y estructuración, son las dos consejeras estratégicas de la moral, que suele tener, en muchas ocasiones con eficacia, la capacidad de funcionar como un régimen que esconde, en una construcción de valores naturalizados, sistemas de coerción y exclusión. Muchas de las personas que hoy rechazan la inclusión en pleno derecho de los homosexuales vieron cómo esa condición sexual se vio entremezclada, con acumulación de décadas, con categorías que le son ajenas, como pueden ser la patología, el desvío, la perversión, la cobardía, el histrionismo. La diferencia sexual quedó transmigrada a otras zonas y entonces obligada a la reclusión y la vergüenza, por contaminación de la sexualidad con valores morales e impugnaciones asociadas al delito. Se vio con estupor el estrago que esa contaminación, que es amiga del prejuicio y la crueldad, provoca en las personas que son sometidas a aislamiento por su condición sexual, en muchísimas ocasiones obligadas a esconder su identidad como si se tratase de una enfermedad o fuesen portadoras de un riesgo social. Lo que provoca cohesión en grupos aislados es la exclusión que determinan los sectores dominantes, lo cual no atañe, desde ya, sólo a las personas homosexuales. El camino de la ampliación del derecho significa, ni más ni menos, que una forma de desandar ese derrotero. (*) Escritor y periodista


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