Descolonizar la palabra para construir conocimientos
"En las repúblicas, la escuela debe ser política también, pero sin pretextos, ni disfraces. En la sana política no entran mañas, tretas ni ardides. La política de las repúblicas, en punto a instrucción, es formar hombres para transformar sociedad". Simón Rodríguez. Obras Completas.
Dice Pablo Neruda que «Todo está en la palabra. Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se colocó dentro de una frase que no la esperaba…» (1). Cuánta verdad en estos versos, cómo se determina la vida de las personas, por poseer tal o cual nombre, lo mismo sucede con las artes, los oficios. Según los devaneos de los tiempos, las necesidades sociales, políticas, según cómo se nomine la tarea y sus actores, puede comprenderse la jerarquía social que se les asigna.
La tarea de educar no ha sido ajena a esta premisa, a través de los tiempos a quien enseña se lo ha llamado maestro, profesor, docente; al que aprende aprendiz, discípulo, alumno. Como toda decodificación es subjetiva, se suceden las más variadas interpretaciones, por ejemplo: «maestro» se puede tomar de la etimología latina «Magistri», nombre con el que llamaban a los esclavos (libertos) griegos que enseñaban en su casa a los hijos de los romanos. O, también del latín, 'magister', derivado de 'magis' (más) y 'stare' (estar de pie o parado), la persona que sabiendo más lo transmite a otros. Palabra que, traducida al castellano antiguo, se transformó en 'maestre' y 'maese' como denominación para quien tenía a su cargo «amaestrar» bestias o humanos indistintamente.
Un poco más complejo resulta la palabra profesor, reconocida en algunos diccionarios etimológicos como «el que profesa la verdad a otros». Humberto Eco, en una conferencia sobre su investigación de la vida en los monasterios durante la Edad Media, expuso que en otros tiempos se los llamó lectores y eran los encargados de leer en los monasterios a los estudiantes porque el acceso al libro era prohibitivo; la llegada de Guttemberg cambió el panorama. Paulatinamente los lectores fueron obviando la lectura, que dejaron para que la hiciese el alumno por su cuenta, lo que les daba tiempo para hablar, 'pro fateri': habladores, explicadores, comentadores.
Paradójicamente el oficio de lector cobró gran importancia dentro de los claustros, porque un buen lector podía hacer comprensible un texto con pocas palabras, mientras que el orador producía los discursos. En ese momento la figura del profesor, que no era lector ni orador, terminó siendo producto de la decadencia académica. Mucho más benigna es la palabra docente, que proviene de 'dicere', ésta a su vez de 'docere', que significa enseñar y se emparenta con discípulo, aquel que «aprende o se deja enseñar». Casi cruel es «alumno»: «El que no tiene luz».
Palabras más, palabras menos, el hecho educativo y sus protagonistas han sido y son parte de las construcciones sociales, y se los reconoce por ello sin demasiada polémica cuando se parte del supuesto que tanto el que educa como el que aprende son transmisores y receptores pasivos de esa abstracción que es «el conocimiento». A partir de esta concepción, se entronca el nudo gordiano sobre el que ha sentado sus bases la educación bancaria que legitimó un sistema hegemónico que sistemáticamente excluye a quienes no logran adaptarse, no pueden o no quieren tener un rol neutral en el devenir de la historia.
Por fortuna para nosotros/as siempre aparecieron las y los rebeldes, que se negaron a ser meros reproductores, aun cuando esta definición sellara su destino. En la página de las muertes insensatas están escritos los nombres de educadoras/es y educandos que soñaron una sociedad distinta, que entendieron al conocimiento como un proceso en permanente construcción que, si bien no negaron que todo proceso de aprendizaje supone transmitir conocimientos, cuestionaron la matriz a partir de la cual se genera la producción del conocimiento y, como dice el entrañable personaje de la película «La lengua de las mariposas», su único objetivo era brindarles a sus países, al menos, una generación de hombres y mujeres libres.
Entre los díscolos podemos nombrar a Simón Rodríguez, Paulo Freire, Antonio Gramsci, cuyas enseñanzas han sido silenciadas sistemáticamente dentro de los espacios de formación docente, ya sea porque directamente se los desconoce como educadores, caso Rodríguez y Gramsci, o se los ha iconizado al punto tal de que todos hablan de su teoría, pero casi nadie la lleva a la práctica como sucede con Freire. Esto no es casual, porque ellos entendieron a la educación como un acto político, como algo que se construye, se aprende y se aprehende, que no sirve si no transforma, que no sirve si reproduce la injusticia y convierte en objetos tanto al educador como al educando.
Volviendo al juego etimológico, cuando se toma un nombre, se acepta su valor simbólico; cuando se acepta ser reconocido como mero transmisor, como receptor, también se acepta ser objeto, lo que implica subordinarse al discurso que se elabora desde el poder y contribuye a su consolidación. La reacción pedagógica reproduce las relaciones de dominación y dependencia, por medio de las cuales las y los docentes instauran un estilo educativo que no tiende al crecimiento de nuevos sujetos, sino a su dependencia y subordinación.
Frente a esto, el desafío de trabajadoras y trabajadores de la educación es retomar el impulso de los díscolos, pensarse y pensar a sus estudiantes como sujetos de derechos, esto implica como protagonistas de su historia. Es verdad que cuesta despojarse de años de estructuras, desestimar las propias ansias de ejercer una voluntad de poder, la omnipotencia del experto. Quitarse las máscaras que tan bien describe Gilles Deleuze, que encubren la compulsión a la repetición, la reaparición de lo mismo, la reducción de la diferencia a lo idéntico. Asumir el riesgo de desaprender para crecer, entendiendo que no se es neutral en la educación, como decía Rodríguez a Bolívar hace más de 150 años: «Se está con el dominador o se está con el dominado».
Tal vez, para tomar energías, se puede recuperar el significado de la palabra educar, que también en esta desarticulación entre lo científico y lo sensible perdió la belleza de su esencia. Por su origen etimológico 'educar' proviene de 'ex ducere', encaminar. Dar al que aprende los medios de abrirse al mundo, encaminarlo hacia el pleno desarrollo de sus posibilidades. Otra versión, también válida, es 'educir', sacar desde adentro hacia fuera las potencialidades. Entonces no estaría mal repensarse como educador, educadora. Con toda la carga política de asumirse como trabajadores/as intelectuales de la cultura, quien educa, transforma las potencialidades en acción, construye conocimientos a partir de los saberes en pos del bien común.
CARLOS TOLOSA (Secretario general.) Y MARCELO NERVI (Secretario adjunto- Unter)
Especial para «Río Negro»
(1) Neruda, Pablo, «Las palabras» Obras completas. Editorial Losada. 1973
Dice Pablo Neruda que "Todo está en la palabra. Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se colocó dentro de una frase que no la esperaba..." (1). Cuánta verdad en estos versos, cómo se determina la vida de las personas, por poseer tal o cual nombre, lo mismo sucede con las artes, los oficios. Según los devaneos de los tiempos, las necesidades sociales, políticas, según cómo se nomine la tarea y sus actores, puede comprenderse la jerarquía social que se les asigna.
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