Donde brilla el sol
La isla griega en el Egeo fue la última escala del periodista de “VOY”. Atardeceres, paisajes, nudismo, anfitriones carismáticos e informales y hoteles frente al mar a 40 euros, en la crónica que cierra su viaje.
juan ignacio pereyra
Llegué a Santorini después de 45 minutos de vuelo desde Atenas. Una vez que el avión despegó, enseguida vi el mar y un rato después ya se empezaban a cumplir las expectativas: un racimo de islas volcánicas desparramadas sobre el mar Egeo, a unos 200 kilómetros del continente.
Santorini es una paradoja. Esta hermosa isla rodeada de agua transparente y donde el sol brilla casi todo el año tuvo su origen en una explosión volcánica que la destrozó. Los derrumbes también son la oportunidad de volver a construir. Algo de eso pasó en Santorini, que se convirtió en uno de los destinos más visitados y atractivos de Europa.
La isla fue habitada desde el 3000 a.C. y sobre el 1500 a.C. sufrió la apocalíptica erupción de un volcán. Según los folletos turísticos, una teoría dice que en Santorini pudo encontrarse la perdida ciudad Atlántida.
La explosión dejó a este pedazo de tierra con forma de medialuna, algo que se divisa muy claro desde el avión. Hasta acá llegan los turistas a buscar playas, vida nocturna, bellos paisajes y las típicas construcciones blancas con puertas y cúpulas azules.
Con el turismo llegó un crecimiento algo desenfrenado y la isla vive cierto exceso en el desarrollo urbano. Desde hace varios meses todos los días escucho o leo que Grecia se está cayendo a pedazos por la crisis. Santorini, en este sentido, no es Grecia. Es una burbuja. “Acá la crisis no existe, esto es un mundo aparte”, me dijo un comerciante. En cada rincón donde aún queda algo de espacio hay un camión con materiales y obreros trabajando para levantar una construcción. Esto también causó cierto desorden en la pequeña isla, en la que se demora una hora para ir de una punta a la otra, aunque depende del tráfico y la época del año.
Cuando algo no funciona bien, los griegos –al menos los que trabajan con los turistas– sacan su carisma e informalidad para intentar resolver casi todo. Como me pasó en un restaurante en Fira, la capital de la isla. Llegué y estaba lleno. En la fila había cuatro personas adelante mío que también esperaban para cenar. Me avisaron que había diez minutos de espera: “Como mucho”. Consumido ese tiempo, apareció el dueño con unas copas de vinos y repartió entre todos los que aguardábamos. Además, dejó algo para picar. Atento, volvió a los pocos minutos, tiró un par de chistes entre muchas sonrisas, volvió a llenar las copas y se metió otra vez en el restaurante. Me dieron una mesa recién media hora después, cuando ya había comido la entrada parado y en la puerta. Sí, no fue tan grave y al menos se preocuparon en conquistarme para que no me vaya. Tampoco fue tan complicado: dos copas de vino. Al final, pensé, no soy tan difícil.
A la playa en cuatri
La sensación de desorden la tuve apenas bajé del avión. Recién aterrizado, a la salida del pequeño aeropuerto, aún era de noche. Pero ahí estaban los vendedores o dueños de hoteles ofreciendo hospedaje. “Suimin pul, Fira, Fira”, me decía uno. Otro repetía algo parecido. Y otro más. Y otro. Y otro. Todos manejaban un puñado de palabras clave en un inglés rústico para decir “piscina”, “playa” y “habitación”.
Eran las cinco de la mañana, faltaba poco para que saliera el sol y yo no tenía idea de cómo era la isla. Así que me fui con un petiso regordete de bigotes que me llevó en su camioneta hasta el hotel. Me había dicho que estaba cerca de la playa, a la que podía ir en autobús. Era una verdad a medias: entre una cosa y otra, tenía casi media hora desde el hotel hasta poner los pies en la arena. “Relax, enjoy”, repetía el conserje del hotel mientras me daba una botella de agua mineral como bienvenida.
Dejé las cosas en la habitación, me senté un rato en la terraza a mirar la salida del sol y un par de horas después fui a alquilar un cuatriciclo. Costó 20 euros por día y resultó ideal para moverme. También hay buses que recorren la ruta que atraviesa la isla de punta a punta. Me pareció que así podría ir a más lugares. El colectivo quedó para moverme a la noche, cuando iba a comer o tomar algo. El resto del día andaba en el cuatri, que además me permitió llegar a playas que estaban un poco alejadas de la ruta. De esta manera descubrí que todas son bastante diferentes entre sí: roja, negra, blanca, de piedra, de arena.
Casi todas las playas son pequeñas. Los lugareños me dijeron que en julio y agosto la isla explota de gente: “Es insoportable”, me aseguró el conserje del hotel. Era septiembre, así que ya había bajado la locura y me podía mover sin que el tráfico fuera infernal, teniendo en cuenta que hay pocos caminos y que todos son angostos.
Con el cuatri fui a hasta Kamari, una de las playas más conocidas. El pueblo era lindo y conseguí una habitación en un hotel con pileta y frente al mar. Costó 40 euros por noche la habitación doble, que además incluía desayuno. Se parecía a la mayoría de los hoteles que están sobre la calle que bordea el mar. Ahí está lleno de restaurantes, bares y tiendas para comprar recuerdos. A la noche se llenaba de gente, que a su vez llegaba desde otros pueblos. El lugar no tenía mucho de griego en sí mismo, más bien era internacional. En un bar había hasta Fernet con Coca-Cola, por 5 euros. Para comer había desde sándwiches por 5 euros hasta platos y menúes de 20 euros, como siempre, según el restaurante y lo que se elija comer.
Nudismo y algo más
Una vez instalado en Kamari, agarré un mapa y cada día fui a una playa distinta. Así durante cinco días. No fue muy original tampoco, ya que en varias playas me terminé cruzando con la misma gente que había visto el día anterior. Recorrí Kokkini (playa roja), Akrotiri, Perissa, Perivolos, Monolithos y Vlychada, donde hay nudismo y también unas fabulosas rocas blancas que el viento talla constantemente.
Algo que también me gustaba hacer era parar en el medio de la ruta, donde veía que bajando un camino había playas que no estaban marcadas en el mapa. Varias veces me encontré con lugares tan geniales como desiertos. Así, también, terminé en playas nudistas. Bueno, en realidad son playas a las que no va casi nadie y la gente se pone en bolas, sin vueltas. Algunos sólo para tomar sol y meterse el mar. Otros esperan a que quede poca gente y se ponen cariñosos como si estuvieran encerrados en una habitación…
No podía irme de Santorini sin ir a sus dos lugares obligados: Fira y Oia. La capital es encantadora con sus callecitas estrechas, que sube y bajan, con recovecos para meterse. Hay tiendas que se terminan pareciendo entre sí. También está bueno para cenar, porque ahí el pueblo está unos cuantos metros sobre el nivel del mar y abajo se ve el Egeo. Además de ir a pasear, cenar o tomar algo, Fira también es atractiva por la vista del atardecer que ofrece.
De todas maneras, el lugar señalado para ver la puesta del sol es Oia. Cada día, un centenar de personas peregrina en sus vehículos e incluso camina un par de horas para llegar hasta el extremo norte de la isla. El lugar es vendido a los turistas como “donde se ven los mejores atardeceres del mundo”. Bueno, ¿cómo saber si es el mejor del mundo? ¿Tiene realmente alguna importancia? Por más que haya visto mil atardeceres y otros tantos amaneceres, siempre me parece genial volver a hacerlo. Fue una hora mirando al horizonte. No había quietud. Cada minuto, el sol estaba un poco más abajo, la luz cambiaba, el agua tenía matices y el aire también se iba modificando, se hacía más liviano, un poco más húmedo. Era una mezcla de sensaciones. Para mí fue genial. Era el cierre de un viaje de un mes en el que me habían pasado muchas cosas. En fin, como me comentó mi amiga Mariana citando al poeta portugués Fernando Pessoa: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”.
santorini
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