Dos mujeres 07-02-04

Por Jorge Gadano

Para escribir sobre mujeres importantes sometidas en estos últimos días al fuego a la vez graneado y sagrado de la Iglesia Católica habría que mencionar a dos. Son ellas nuestra Carmen Argibay, propuesta por Néstor Kirchner para la Corte Suprema de Justicia, y la plebeya laica Letizia Ortiz, candidata a ingresar en una institución en desuso en el mundo moderno, que es la casa real española, restablecida gracias a los esfuerzos del Caudillo de España por la gracia de Dios, el generalísmo Francisco Franco.

Yendo de menor a mayor, corresponde empezar por Letizia, quien, casada como Dios manda, se convertirá en heredera de la corona hispánica junto a su noble marido, llamado Felipe en la pila bautismal y Borbón de apellido por su pertenencia a esa ilustre casa europea. Será una nueva pareja de «Reyes Católicos», que así se les llama desde Fernando e Isabel.

El caso es que, por más gestos de devoción que haya realizado para demostrar a los jerarcas de la clerecía que está bendecida por la misma gracia divina que distinguió a Franco, los obispos no se engañan. Como suele suceder, no dieron la cara, pero mandaron a un vocero a decir que la novia «es más bien fría en cuestiones religiosas» (lo que importa es que no lo sea en la cama, dirá el príncipe).

Aunque se vista de seda, la mona mona se queda, dice un refrán que le cae a Letizia como anillo al dedo. Y eso no se les ha escapado a los obispos, quienes saben que están frente a una liberal que vivió en licenciosa pareja con su primer esposo antes de ir al Civil. Para colmo es periodista y, como si todo eso no bastara, también es mujer.

Para que no quede duda alguna respecto de su cavernícola pensamiento, los obispos peninsulares se despacharon en un documento contra el sexo del que están privados para mantenerse en estado de pureza. Los obispos creen que «la culpa de la crisis de la familia en España la tiene la revolución sexual que estalló en los se

sentas». Sus «frutos amargos» fueron «la violencia doméstica, los abusos sexuales (¿de los curas también?) y los hijos sin hogar».

De todas maneras, aún permanece encendida una lucecita de esperanza. La fuente eclesial no descartó la posibilidad de que «la gracia de Dios actúe en la futura reina de España y la ayude a convertirse en una mujer de profundas convicciones religiosas». Mucho rezo, Letizia, mucho rezo.

Por aquí el caso es más grave, porque nuestra Carmen es, hay que decirlo con todas las letras, una hereje irredimible. ¿Qué otra cosa puede decirse de alguien que se define como «una atea militante» y partidaria de la despenalización del aborto?

Naturalmente, los obispos criollos también se reunieron. Varios, entre ellos el capellán de la banca Héctor Aguer, ya se habían pronunciado en contra. Dijeron que el aborto está prohibido por la Constitución desde que el país adhirió al pacto de San José de Costa Rica, «que reconoce la vida desde el momento de la concepción». Añadieron que «la inmensa mayoría» del pueblo argentino «cree en la vida como un don de Dios confiado al cuidado de todos». El argumento es decididamente totalitario, porque está diciendo que si una mayoría defiende una creencia, la minoría debe aceptarla. ¿Acaso no era una mayoría monseñores, con el Papado y la Inquisición a la cabeza, la que creía que el sol giraba alrededor de la Tierra?

El secretario de Culto, Guillermo Olivieri, habría preferido el silencio. No en su caso, porque se manifestó contrario al aborto, pero sí en el de Argibay. Fue a su juicio «innecesario» que se declarara «atea militante». Dicho de otra manera, es innecesario que los funcionarios públicos hablen de sus convicciones. Mejor el secreto, el misterio, aun la hipocresía.

Contra el exabrupto eclesiástico, que pretende vedar el acceso a la Corte a una magistrada honesta, lo que uno debe preguntarse es si un ateo puede ser juez del más alto tribunal argentino. La respuesta no puede ser otra que la afirmativa, sobre todo después de que la reforma del '94 borró la norma, odiosa y discriminatoria, que obligaba al presidente de la Nación a profesar la religión vaticana.

Es verdad, por fin, que el pacto de San José dice en su artículo 4º que el derecho a la vida debe estar legalmente protegido «en general» desde la concepción. Esa condición, «en general», fue omitida en la declaración clerical, y debe querer decir que, en particular, debe tenerse en cuenta el derecho al aborto.

Pero hay, además, otra convención internacional, posterior a la de San José, a la que también adhirió la Argentina. Es la que protege los «Derechos del Niño», aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989.

Ese texto establece en su artículo seis que «todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida», sin ninguna otra enunciación. Pero en el artículo siguiente prescribe que el niño será inscripto inmediatamente después de su nacimiento y tendrá derecho desde que nace a un nombre, a adquirir una nacionalidad y, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres y a ser cuidado por ellos.

O sea que el niño sólo es sujeto de derechos desde que nace. Esta convención, monseñores, puede verse en Germán J. Bidart Campos, Manual de la Constitución Reformada, tomo 1, pág. 246.


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