Adaptados y protegidos

El anuncio de la “superfinal” entre Boca y River en el estadio del Real Madrid, en España, culminó con dos semanas de papelones institucionales, que dejaron al descubierto la incapacidad de la dirigencia deportiva y de las autoridades del país para lidiar con las mafias que se han adueñado del negocio del fútbol.

La suspensión del partido del pasado 24 de noviembre por la agresión sufrida, a pocas cuadras del Monumental, en el micro que transportaba al plantel Xeneixe reflejó una gruesa falla en el gigantesco operativo de seguridad. El hecho dio lugar a varias especulaciones y teorías conspirativas, pero la más convincente habla de un “pase de factura” de una facción de la barra de River por allanamientos en donde se secuestraron más de 5 millones de pesos y 300 entradas “de favor” para sus integrantes, amén del clima apocalíptico que se creó, sobre todo desde algunos medios, sobre la importancia y las consecuencias del enfrentamiento deportivo.

Hechos de violencia en el fútbol se han registrado siempre. Sin embargo, el fenómeno barrabrava se consolida en los 80, cuando ante la incapacidad de los operativos de seguridad en los partidos para proteger a los hinchas visitantes se forman grupos “de choque” de los equipos, que toman el asunto en sus propias manos. Esto les valió una cierta simpatía y complicidad del hincha común. Sin embargo, poco a poco se fueron adueñando de la vida de los clubes: pasaron a ocupar lugares fijos en las graderías, a realizar negocios con la venta de entradas, el apriete a jugadores y dirigentes para que “colaboren” en los traslados y a jugar un rol cada vez más clave en las elecciones internas, en medio de una caída de la participación de los socios. A partir de los 90 comienzan a tallar fuerte en la política de los partidos mayoritarios, la UCR y el PJ, donde el control “territorial” era cada vez más importante, especialmente en Capital, Gran Buenos Aires, Rosario o Córdoba.

A partir de allí, es cada vez más difícil diferenciar el ámbito de accionar de estos grupos mafiosos, que bien participan de las internas partidarias o de los clubes y pasan de la reventa de entradas a la de alcohol y estupefacientes en los estadios, además de las extorsiones. Las barras hicieron de estos negocios su forma de vida y logran fuertes vínculos con dirigentes políticos, que les permiten acceder a puestos en el Estado y tener protección e impunidad ante los operativos policiales y de la Justicia. Ningún partido con acceso al poder, incluyendo el Pro o el Frente Renovador, ha evitado prescindir de sus “servicios”.

Culturalmente, investigadores como el sociólogo Pablo Alabarces señalan que se ha instalado una cultura del “aguante” que indica que los partidos son “a ganar o morir”, como se señalan los propios comentaristas deportivos. Implica legitimar el uso de la violencia: los hinchas no actúan de forma irracional sino bajo mandatos del “aguante” que indican que, bajo determinadas circunstancias (una derrota, el peligro de un descenso), hay que pelearse. Los hinchas violentos “no son unos pocos inadaptados. Son muchos y están perfectamente adaptados a sistema que avala y celebra una equívoca pasión, donde el rival es el enemigo. Al que hay que ganarle, pero además humillarlo y agredirlo. Matarlo”, señaló hace poco Alabarces en un artículo de la revista “Anfibia”.

Tras el escándalo de la “superfinal”, el gobierno anunció un proyecto de ley para endurecer los castigos a la violencia en espectáculos deportivos. Sería el tercero que se presenta en democracia, sin que alguno haya dado resultado. Como señalaron varios comentarios en las redes, las leyes actuales ya contemplan sanciones a las agresiones, el robo, el tráfico de droga, el asesinato en riña y la extorsión.

Sólo faltan autoridades y una Justicia que dejen de lado la complicidad y tengan voluntad de investigarlos y aplicarles los castigos, no premiarlos con un viaje a Europa para que sean privilegiados espectadores de la “superfinal”, como probablemente ocurrirá.

Editorial


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