De la muerte a la vida

Editorial

La reciente aprobación de la ley Justina que regula de manera innovadora la donación y trasplante de órganos cambiará el panorama para miles de personas que necesitan un órgano para continuar o mejorar su calidad de vida. La reglamentación de la norma debería despejar dudas y tornar operativa esta normativa imprescindible para el sistema nacional de salud.

La ley, denominada así por la campaña de la familia de Justina Lo Cane, una niña que a fines del 2016 murió esperando un donante de corazón, establece en su aspecto central que todos los argentinos somos donantes de órganos y tejidos, a menos que antes de nuestro fallecimiento hayamos dejado establecida la negativa, eliminando la consulta obligatoria a la familia. Además crea servicios de procuración en cada hospital que detecte potenciales donantes, asesore a las familias y agilice el proceso. También autoriza la donación cruzada de órganos de donante vivo (el caso de riñón) y acorta los tiempos de intervención judicial. Pretende agilizar un sistema que, si bien funciona razonablemente bien, no alcanza a cubrir las necesidades de la población. Ya sea por deficiencias del sistema sanitario, falta de campañas educativas y de información o razones culturales, nuestro país aún registra bajas tasas de donación voluntaria de órganos.

Según el Incucai hoy más de 11.000 pacientes –entre ellos cientos de niños y adolescentes en estado crítico– esperan un trasplante de órganos o tejidos. Entre el 25% y 35% de quienes están en esta situación fallecerá durante la espera.

La sanción de la ley en el Senado produjo satisfacción en los sectores dedicados a la temática, pero también cuestionamientos y reacciones adversas. Casi un millón de argentinos mostraron su negativa a ser donantes y en las redes se multiplicaron las objeciones, ya sea con argumentos de libertad personal (la potestad de decidir sobre el propio cuerpo) o de posibles abusos en el sistema, que incluyeron delirantes teorías sobre tráfico de órganos por gobiernos extranjeros. La prestigiosa Sociedad Argentina del Trasplante, colaboradora del Incucai, apoyó en general la ley como un avance, pero alertó sobre hacer demasiado “dura” la figura del “donante presunto”, ya que estima que las familias debieran ser siempre no sólo “informadas” sino tenidas en cuenta al momento de una ablación.

La figura del “donante presunto” ha mejorado sustancialmente el trasplante de órganos en otros países. En Europa, los países donde es más restrictivo como en Alemania u Holanda, las tasas de donación son muy bajas. España, que aplica este sistema, se encuentra a la vanguardia mundial: tiene 47 donantes por millón de habitantes (nuestro país no llega a los 14). Tienen un criterio de donante presunto aún más amplio que el aprobado en Argentina: allí no hay registros de “no donantes”. Pero si la familia del fallecido se opone a la ablación, no se hace. Uruguay aprobó una norma muy similar a la Argentina y mejoró notablemente la tasa de donación. Chile, que aplicó el sistema, tuvo una avalancha de “no donantes” (superior a los dos millones) que bajó cuando aprobó una ley de “reciprocidad” (quien no es donante no puede ser receptor). La solidaridad crece cuando uno se imagina del otro lado del mostrador.

Sin dudas la reglamentación de la ley llenará vacíos de lo aprobado en el Congreso, un avance importantísimo para un sistema que hoy salva vidas, pero no las suficientes. Resta adecuar la estructura sanitaria para extender y agilizar el sistema: hoy apenas tres provincias cuentan con servicios de procuración instrahospitalaria. También dotar de más recursos al Incucai y entes que articulan el sistema, ya que muchos órganos se pierden por problemas de logística y comunicación. Y será fundamental el cambio cultural: aún son demasiadas las personas que por desconocimiento o prejuicios siguen considerando que no es importante donar órganos y desconocen la magnitud del drama de miles de personas para quienes su única esperanza de vida es la aparición de un donante.

Editorial


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