Venezuela se desintegra

La pirotecnia verbal habitual entre EE. UU. y Venezuela en la reciente Asamblea General de la ONU no pudo ocultar la gravedad de la crisis humanitaria que está sufriendo ese país, cuyas consecuencias podrían ser gravísimas para toda la región latinoamericana.

Donald Trump y Nicolás Maduro acapararon los reflectores. El impetuoso presidente estadounidense advirtió al régimen chavista que “todas las cartas están sobre la mesa” y se reservó el uso de la fuerza para promover cambios. Por su parte, el mandatario venezolano denunció que “se está inventando una crisis” con el objetivo de provocar el caos y justificar una intervención armada en su nación. Sin embargo, ambos dejaron la puerta abierta al diálogo.

En este marco, varias iniciativas tomaron cuerpo en la Asamblea, con el fin de paliar la catastrófica situación social en ese país, que atraviesa una hiperinflación con recesión, desabastecimiento y violencia social y política creciente, que ha generado una emigración masiva de su población.

Por primera vez en el caso venezolano, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU pidió al gobierno de Maduro “aceptar la ayuda humanitaria” internacional ante la escasez de alimentos, medicinas y suministros básicos que han provocado “aumento de malnutrición, en particular en niños, y la aparición de enfermedades que habían sido erradicadas o controladas en Sudamérica” como la difteria, la malaria y el sarampión. Los venezolanos han perdido 11 kilos en promedio por hambre en el último año y la mortalidad infantil es mayor a la de Siria.

El Consejo de DD. HH. se mostró preocupado por las graves violaciones a los derechos humanos en medio de la crisis y la deriva autoritaria del régimen de Maduro. Destacan ejecuciones extrajudiciales, torturas sistemáticas, abusos sexuales, manipulaciones al debido proceso y persecuciones contra opositores, incluyendo a menores de edad. Lo que más preocupa a los gobiernos de la región es que la caótica situación ha provocado que 2,3 millones de venezolanos (un 7,5% de su población) hayan debido dejar el país, de los cuales 1,6 millones emigraron desde el 2015 a países de Latinoamérica. La presión que esta marea humana genera en los estados fronterizos de Colombia, Ecuador y Brasil amenaza con colapsar los sistemas sanitarios, infraestructura y mercados laborales a menudo precarios.

El mundo asiste perplejo a la desintegración acelerada de un país que en los 70 era uno de los más modernos, igualitarios, urbanos y educados del continente. En su libro “El ocaso del chavismo” la historiadora venezolana Margarita López Maya describe acertadamente esta debacle. Allí plantea que, surgido de la crisis del modelo rentístico del petróleo en los 90 y el desprestigio de su clase política, el chavismo no sólo no ha logrado superarlo, como planteó su fundador Hugo Chávez, sino que lo ha profundizado y agravado. La fórmula “carisma y petrodólares” le permitió al comandante liderar un proceso que, con elevados precios internacionales del crudo, en su década inicial produjo una importante redistribución del ingreso, baja de la pobreza y participación política de los sectores sociales marginados, lo que le dio apoyo y legitimidad. Sin embargo, terminada la bonanza petrolera, el régimen fue degradándose hacia un autoritarismo creciente que maneja un país cada vez más empobrecido, violento e injusto. Si al asumir Chávez el 70% de los ingresos del país provenían del petróleo, hoy es del 96%, con un agro y una industria casi inexistentes. Su sucesor, Maduro, impopular e inoperante para superar la crisis, apuesta todo al alza salvadora del crudo mientras gana tiempo fortaleciendo el asistencialismo estatal y endureciendo la represión, ante una oposición débil y desorganizada.

Ante este tétrico panorama, una acción internacional liderada por los gobiernos regionales debiera intentar superar la emergencia humanitaria actual y encauzar democráticamente una salida a la debacle social y política que afecta hoy al país hermano.

Editorial


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