EE.UU.: los riesgos de que gane Trump (y de que pierda)

mirando al sur

El día 8 de noviembre llegará a su final la campaña más extrema de Estados Unidos de los últimos cincuenta años. La competencia ya perdió el espíritu épico y deportivo y se transformó en algo así como una pelea de box a 30 rounds, donde a los contrincantes ya les cortaron el párpado, están todo salpicado de sangre y apenas pueden caminar. Sin contar que uno de ellos, claro está, es el impensado Donald Trump.

Esta elección es algo novedoso porque nunca en el último siglo hubo un candidato con las características personales y discursivas de Donald Trump. Trump siempre fue famoso por su estilo de vida mediático y extravagante, sus esposas ex modelos abandonadas serialmente por otras más jóvenes (“mí límite son 35 años” dijo en una entrevista), sus viviendas en donde las mesas, las sillas y los picaportes son dorados. Aun con todo su dinero, Trump es fundamentalmente una celebrity. (En términos argentinos, es como si Ricardo Fort hubiese anunciado que competía a la presidencia.) En la década del noventa, tuvo la astucia de involucrarse con la liga de lucha libre televisada y de armar un reality show llamado “El aprendiz” donde personas cuasi famosas competían por un cargo. Eso, no sus negocios, lo transformaron en una persona con conocimiento universal.

Donald Trump sorprendió a casi todos cuando anunció que competiría por la presidencia, y sorprendió mucho más a todo el mundo cuando ganó de manera inapelable la primaria del partido republicano. Por supuesto, la democracia norteamericana no es ajena a candidatos exitosos surgidos de los medios masivos (¿suena el nombre Ronald Reagan?) Sin embargo, Trump se muestra como una figura abiertamente más oscura, más violenta y más ignorante de lo que es el mainstream político nacional “aceptable”. Ha inundado la campaña presidencial con un nivel de misoginia, xenofobia, racismo y violencia explícitos no vistos en un siglo.

Y sin embargo, tampoco hay que exagerar la novedad del trumpismo. Trump es al mismo tiempo algo completamente nuevo y la culminación final de un proceso que se está cocinando desde hace 40 años. Richard Nixon comenzó lo que se llamó “la estrategia sureña”, que consistía en recoger todo el voto de la población blanca descontenta con los avances logrados por el movimiento liderado por Martin Luther King. Ronald Reagan, por su parte, sumó a esto la movilización de los sectores evangélicos, que fueron aún más importantes para garantizar la victoria de George W. Bush en el año 2000. Donald Trump tiene un estilo muy similar al de Sarah Palin, que fuera la candidata a vicepresidenta John McCain en 2008. Pero, si lo que Trump representa no es totalmente nuevo, si lo es la relación de poder dentro del Partido Republicano. Donald Trump ganó con los votos de los republicanos que detestan a los inmigrantes, a las mujeres insumisas, a los afroamericanos, pero sobre todo a las elites “correctas” de su propio partido.

Si gana Trump se anulan todas las apuestas. Si intenta hacer algo de lo que prometió y no lo logra, no es impensable que en menos de un año sufra un proceso de impeachment y sea removido de su cargo. Si intenta hacer lo que plantea y tiene éxito al intentar pasar sus leyes por el Congreso… bueno, es difícil intentar imaginar qué pasaría en este caso.

Lo crucial para nuestro país es que si, como es probable, gana Hillary Clinton, la situación también será inestable. Aun si derrota a Trump por un margen apreciable, y si el Senado y la cámara baja del congreso pasaran a tener una mayoria demócrata, una presidencia de Hillary Clinton tendrá que lidiar con un sector muy importante de la sociedad norteamericana -cuyo núcleo son los varones blancos con menor grado de educación formal- que no está dispuesta a aceptar bajo ningún concepto que la conformación demográfica y las relaciones de poder nacionales han cambiado.

Este sector reaccionó con furia a la elección del primer presidente afroamericano y, como hemos hemos visto por la catarata de misoginia de las últimas semanas, es probable que lo haga igual con la elección de la primera presidenta mujer. Las legislaturas y gobernaciones estaduales son mayoritariamente republicanas, y los bloques minoritarios en el congreso cuentan con importantes capacidades de obstrucción. Si Trump, que tiene plataforma de medios propia, continúa echando leña al fuego luego de ser derrotado probablemente veamos un movimiento de protesta anti-estado y racial como el Tea Party de 2010, o más radical todavía.

Esto tiene importantes consecuencias para nuestro país. Lo más probable es que al menos en los primeros dos años la prioridad del nuevo gobierno sea la situación interna de Estados Unidos. Es altamente improbable (parece incluso imposible a priori) que Hillary Clinton pueda lograr que el congreso apruebe el Tratado de la Alianza del Pacífico. Y, como quedó claro con la elección del portugués Antonio Guterres en la ONU, las prioridades exteriores van a ser Oriente Medio, Rusia, y una Unión Europea puesta en crisis por el Brexit. En un contexto en el que la mayoría de los países centrales están aumentando el proteccionismo y dejando de lado el ímpetu globalizador, aun si ganase una candidata pro-negocios, intervencionista y neoliberal como Hillary Clinton, la capacidad para intervenir o para garantizar financiamiento Estados Unidos (y el interés de hacerlo) no está garantizado. Probablemente Argentina vuele bajo el radar del interés estadounidense, para satisfacción de algunos y malestar de otros.

* Politóloga, Universidad de Río Negro. Desde Richmond, Virginia, EE.UU.

Aun con todo su dinero, Donlad Trump es fundamentalmente una celebrity. En términos argentinos, es como si Ricardo Fort hubiese anunciado que competía a la presidencia.

Clinton tendrá que lidiar con un sector de la sociedad que no está dispuesta a aceptar que la conformación demográfica y las relaciones de poder han cambiado.

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Aun con todo su dinero, Donlad Trump es fundamentalmente una celebrity. En términos argentinos, es como si Ricardo Fort hubiese anunciado que competía a la presidencia.
Clinton tendrá que lidiar con un sector de la sociedad que no está dispuesta a aceptar que la conformación demográfica y las relaciones de poder han cambiado.

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