Efemérides
por MARIA EMILIA SALTO
bebasalto@hotmail.com
Ya pasó el día internacional de la mujer, lo que, debo confesarle, es un auténtico alivio. Digo que es un alivio porque dicho desde mi lugar, el de la categoría «mujer», el asunto toma características de avalancha informativa y emocional; una oleada abrumadora parecida a esa que me revolcó en Playa Unión, de modo bastante indigno para mí, no para la ola, que ni se enteró del minúsculo ser que la desafió.
¿Y qué queda en claro después de la ola? Varias cosas: la cantidad de mujeres conduciendo estamentos básicos e intermedios de la recuperación económica y moral, inventando, mezclando, vendiendo, comprando, actuando, y ¡oh milagro!, siempre con una sonrisa y los sentimientos al aire, milagro que es la característica distintiva del género… y su mayor debilidad. Que esta síntesis exista no es ningún descubrimiento de mi parte, porque es notable que las reglas de juego del mundo piden agresividad, impiedad, el perverso travestismo de adoptar las características machistas para luchar por un lugar… pero cuando la dama se convierte en ese fenómeno patético, no para ocupar el mar, sino la cresta de la ola –el lugar del hombre– es la hora de preguntarnos para qué queríamos el poder, en cualquier campo. ¿Cómo fue que pasamos de la Sirenita a Doña Tiburona?
Creo que hemos superado la etapa de llorar por no ser consideradas iguales en los derechos y estamos, espero, superando la de demostrar que sí, que somos iguales, que podemos hacer todo, y mejor. ¿Y por qué le digo que espero la superación de semejante logro? Porque demostrar ser la chica diez no nos ha traído ni a nosotras ni a la sociedad, mayor felicidad. Semejante tensión ha llenado los gabinetes psicológicos, agotado las reservas de tranquilizantes varios y hasta ha arrasado con el tilo silvestre. Dicho de otra manera: comparto con usted mi sospecha: la «liberación femenina», así concebida y consumida por millones de mujeres, es un invento masculino. Imagínese: lograr que «ella» no sólo cocine, planche, se encargue de los hijos y nietos, banque todo estado de ánimo de los demás con sonrisa mártir y algún que otro grito («ésta mina está histérica») sino que además aporte al puchero, se meta en la política, gane lugares y premios… todo sin olvidar dejar todo listo en la casa, cosa celebrada y aplaudida, qué bien, qué bárbara que sos…
Oiga, algo anda mal aquí. Alguien está aprovechando nuestra cualidad integradora, nuestra formidable capacidad de contención de varios problemas a la vez, para lavarse aún más las manos. Para rematar, desde que existe la concepción in vitro, hemos cortado amarras con el último enclave protector: la maternidad ligada al hombre de carne y hueso. Cierto que en el mundo real el infante es generalmente concebido según la Biblia, ¡loado sea Yahvé!, pero en el imaginario cultural es un pedestal (¿y una esclavitud?) superados.
¿Parezco un poco quejosa? ¿Estoy aguando alguna fiesta? Lo lamento. Quiero decir, no lo lamento nada. Feliz día, flores, felicitaciones, amor y reconocimiento, de todo hemos tenido, ¿eh? Lo dicho: pasó la ola. Hay que pensar una síntesis.
Y para rematar: ¿no podrían haber buscado un día no ligado al ritual del fuego, al mejor estilo de la quema de brujas? Más que una conmemoración, esas trabajadoras ardiendo en una fábrica por luchar por sus derechos… casi, casi parece una advertencia.
¡Qué bajón! No es mi mejor mes: entre dos otras efemérides de marzo –el golpe de estado del '76 y la muerte de mi viejo en el '71–, estoy envuelta en otra ola, mejor dicho, en dos tsunamis. La tormenta perfecta. No sé qué escribirle para la semana que viene… en realidad, no sé si sobreviviré.
por MARIA EMILIA SALTO
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