El acuerdo de Madrid

Por Héctor Mauriño

La noticia sobre la inversión por parte de Repsol-YPF de 8.000 millones de dólares en los próximos 17 años, 3.000 de los cuales se aplicarán en los próximos cinco, sonó a música celestial a los oídos de una Argentina cuya economía no alcanza a salir del letargo.

«Es una excelente noticia», resumió el presidente Fernando de la Rúa, con todas las antenas puestas en cualquier señal que indique que el país ha salido de la recesión, cuando recibió la noticia, el martes al mediodía, de boca del propio Jorge Sobisch que lo llamaba desde Madrid.

Esa tarde, en la reunión de la Asociación de Bancos de la Argentina, el ministro de Economía José Luis Machinea se aferró a la buena nueva proporcionada por Neuquén como a un madero en medio de la tempestad, y la puso como un ejemplo de la necesaria búsqueda de inversiones.

Es cierto: nada, ni siquiera el anuncio previo sobre los 3.500 millones de dólares que atraería la desregulación telefónica, se puede equiparar al monto comprometido por Repsol a cambio de la renovación de la concesión del enorme yacimiento gasífero Loma de la Lata por otros diez años.

Desde el punto de vista de la provincia, el preacuerdo sellado en Madrid también resulta prometedor. No sólo el monto global de la inversión se destinará a actividades petroleras en la provincia, sino que el acuerdo incluye importantes aspectos complementarios. Como el hecho de que la empresa se compromete a donar 30 millones de dólares para sacar de la quiebra a los emprendimientos surgidos de la privatización de YPF. Lo que equivale a colaborar con la paz social en Cutral Co y Huincul.

También, y sólo con que esto se concretara se podría allanar el camino al éxito de la actual gestión, Repsol brindará -siempre a cambio de la renovación- su «respaldo institucional» para que la provincia obtenga un crédito de 300 millones de dólares a una tasa no superior al 10% anual, a fin de que pueda refinanciar su pesada deuda.

En una semana, Sobisch, con un golpe audaz, logró más que en los anteriores seis meses de gobierno al sentar las bases para una gestión más aliviada de lo que se podía suponer al comienzo, dado el abultado déficit y la pesada deuda heredados.

Sin embargo, el acuerdo con Repsol deja pendientes varios interrogantes que no se pueden dejar de sopesar en función del interés común provincial y nacional, y de la preservación de los mecanismos legales y constitucionales.

Los artículos 228, 229 y 230 de la Constitución provincial fijan el régimen del subsuelo y en el caso de los hidrocarburos destacan que sólo pueden concederse a una «entidad autárquica nacional, que no podrá ceder o transferir el total o parte de su contrato». El 230 destaca que para la cesión de los yacimientos hace falta «un convenio que será aprobado por los dos tercios del total de los votos de la Legislatura».

Las concesiones actualmente vigentes, realizadas por la Secretaría de Energía de la Nación, violan estos preceptos. Pero se supone que a partir de la reforma de la Constitución Nacional, la propiedad de los yacimientos vuelve a las provincias. Sólo que el precepto constitucional no ha sido reglamentado porque, como se sabe, la nueva ley de hidrocarburos, que debería reemplazar a la de Onganía, está trabada en el Congreso.

En el contexto de este vacío jurídico, las provincias son las propietarias del recurso, pero sólo la Secretaría de Energía de la Nación podría renovar -o no- las actuales concesiones de áreas petroleras y gasíferas. Para hacerlo, lo indicado sería que acuda a licitaciones públicas internacionales, como ocurrió cuando se otorgaron las actuales concesiones, de manera de sacar el mejor provecho para el país y para la provincia.

Desde el punto de vista de esta última, que deberá consentir o no contratos multimillonarios llamados a producir efectos prolongados en la economía del país, lo indicado sería someterlos a la aprobación legislativa. Desde luego, el trámite puede ser mucho más trabajoso que el realizado hasta acá, pero sin duda sería la mejor garantía de que se está preservando el interés general.

Lo contrario dejaría el interrogante sobre si no se está subordinando el usufructo de un recurso valioso del Estado a intereses secundarios, como podrían ser la premura política de los funcionarios o el legítimo objetivo de una empresa privada de procurarse la mayor rentabilidad posible.

Como ejemplo, la Argentina ya conoce el costo de privatizar primero y constituir después los organismos de control.

La promesa de Repsol sobre la inversión de 8.000 millones de dólares en los próximos 17 años en principio abruma, pero varios especialistas ya han explicado que alrededor de 4.500 millones es el monto que de todas maneras tendría que invertir la empresa en el mantenimiento de los yacimientos y las actividades de explotación que normalmente desarrolla. Después de todo, hasta es probale que la empresa ya tuviera definido un plan de esta naturaleza y haya salido a buscar una ampliación de los horizontes de explotación para optimizar su negocio. El convenio firmado en Madrid no brinda detalles sobre las inversiones, su flujo y hacia dónde están dirigidas.

También existen otros puntos del acta-acuerdo que merecen ser debatidos de la manera más amplia posible. Particularmente, donde se da por hecho que YPF «ha dado buen cumplimiento» a las responsabilidades emergentes del actual contrato de concesión, y el punto noveno, en el que se endosa a la provincia la responsabilidad sobre los requerimientos de las comunidades indígenas. Lo que equivale entre otras cosas a traspasar al Estado un pasivo ambiental estimado por las Naciones Unidas en 1.000 millones de dólares.

Así vistas las cosas, sin dejar de celebrar la llegada de nuevas inversiones, algo que el país y la provincia obviamente necesitan, se impone cumplimentar con los requerimientos legales e institucionales que aseguren que se está haciendo el mejor de los negocios posibles.


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