El apartado hache

En otros tiempos, cuando no existía el Estado de derecho, la ley era la voluntad del jerarca máximo por derecho divino. Se hacía lo que el emperador, rey, monarca, príncipe o señor feudal querían que se hiciera. Si el mandamás quería meter preso a alguien, le bastaba con expedir una orden (lettre de cachet se llamaba en Francia) y el pobre hombre iba al calabozo, del que no salía hasta que el supremo no lo ordenara. No era tan así en Inglaterra, donde desde la Carta Magna (1215) adquirieron vigencia algunos límites a la voluntad real a los que debió someterse el rey Juan I, más conocido como Juan Sin Tierra. Como su nombre lo indica no era terrateniente ni, para peor, contaba con algún Iadep que le diera un préstamo para comprarse unas hectáreas. Tampoco tenía tierras fiscales de las que apropiarse. Los límites establecidos por la Carta no surgieron de una revolución democrática, que debió esperar cinco o seis siglos más, sino de un alzamiento de los nobles del reino y de los burgueses de las ciudades más grandes, quienes obtuvieron así algunos privilegios. Para llegar al Estado moderno tuvieron que pasar muchos siglos más entre guerras, revoluciones, matanzas, reyes ahorcados en Londres y guillotinados en París. Finalmente y mal que mal, llegó al mundo el Estado de derecho y el imperio de la ley. No siempre y no en todas partes porque, como los argentinos y los nacionales de otros países del mundo sabemos, nunca faltan quienes pasan por encima de constituciones e instituciones para defender privilegios. Lo nuevo es que, a diferencia de aquellos otros tiempos en que se sostenía que el poder manaba de Dios, ahora nadie –ni siquiera los peores dictadores– discute que la soberanía reside en el pueblo. Salvo el titular del Estado Vaticano, el Papa, que sigue siendo un monarca absoluto elegido ad vitam por la corporación de los cardenales. He considerado necesaria esta solemne introducción histórica para hacer ver que ha costado sangre, sudor y lágrimas poner límites a las decisiones de los representantes del pueblo. De esos límites depende que quienes gobiernan ya no puedan, como los monarcas absolutistas, hacer lo que se les dé la real o republicana gana. Es así como –y estoy yendo al grano– nuestros gobernantes deben, al tomar decisiones, ajustarse a lo que las leyes establecen. Pero –siempre hay un pero– como supo decir el socialista alemán Fernando Lassalle, una constitución puede hacerse en 24 horas, pero de lo que se trata es de que tenga vigencia. Una simple ley puede ser proyectada en menos tiempo pero, como la ley suprema que es la constitución, es un papel inservible si no se la respeta. Eso es lo que pasa en Neuquén (éste es el grano) con la ley 2.141, llamada de Administración Financiera y Control. Sería excesivo decir que esa ley es “un papel inservible”. Lo sería, igualmente, decirlo del artículo 63 de la ley, el primero del título III, que regula las contrataciones del Estado. Ese artículo dice, en su inciso a), que “todo contrato se hará por licitación pública, cuando del mismo se deriven gastos, y por remate o licitación pública, cuando se deriven ingresos”. Tanto de los incisos restantes del mismo artículo como de las demás normas del título citado y de las correspondientes del decreto reglamentario se desprende que los contratos a que se refieren estas normas son los del derecho civil. Debe quedar claro, aunque sea obvio, que los contratos de empleo público no están incluidos en ellas. A fines del 2008 el gobernador Sapag envió a la Legislatura un proyecto de ley que impone el concurso de antecedentes y oposición para el ingreso a la administración pública. Será tratado el mes que viene. Así estaría todo bien. Pero no, porque en contra de lo que la ley citada determina y de las intenciones de concursar el ingreso a la administración pública, el Poder Ejecutivo se las arregla para tomar atajos que eluden tales normas e intenciones. Aquí es donde entra a jugar el “apartado hache” que titula esta nota. Se trata de lo siguiente. El poder administrador siempre incorpora gente, o porque la necesita o por servir a la clientela del partido que gobierna desde una época que se pierde en la historia de la provincia, tan larga es. Pero como el costo laboral es alto si lo hace como lo propone el proyecto de ley enviado por el gobernador a la Legislatura, entonces recurre a subterfugios varios. Uno de ellos, el más socorrido, es el del apartado hache. El artículo 64, que como corresponde es el que sigue al 63, detalla las excepciones al principio general de la licitación pública. El inciso dos enumera los 16 casos en que puede prescindirse de la licitación, o sea contratar directamente (tal como lo hizo Jorge Sobisch con el plan de seguridad en el que gastó 50 millones de dólares). Uno de esos caso es el del apartado hache, que autoriza a contratar directamente “para adquirir, ejecutar, conservar o restaurar obras artísticas, científicas o técnicas que deban confiarse a empresas, personas o artistas especializados”. No es el único apartado que se usa para pasar sobre la licitación. El c), por ejemplo, ofrece las razones de urgencia (que pueden aparecer cuando hay que hacer en un mes los arreglos de las escuelas que no se hicieron desde el comienzo de las vacaciones estivales, por ejemplo). Pero el contrato nunca puede ser de empleo, que es materia distinta. Lo es, sin embargo, gracias al apartado hache, tal como lo demuestran, entre muchos, los decretos 2.183, 2.184 y 2.188, que contratan personas físicas bajo el régimen de “locación de servicios” para trabajar en una dependencia estatal. Necesariamente, esta nota debe concluir con la siguiente pregunta: ¿con qué autoridad moral el Estado puede controlar el cumplimiento de las normas de empleo en el sector privado, si no las cumple con sus empleados?

JORGE GADANO jagadano@yahoo.com.ar

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