El arma más afilada

Como dice un refrán ruso, entre Vladimir Putin y Alexander Lukashenko «se coló un gato», expresión que describe el profundo desencuentro entre ambos presidentes. Incluso después de la primera conversación telefónica entre los jefes de Estado ruso y bielorruso, las dos partes no consiguen ofrecer una posición común en su disputa en torno al petróleo.

Mientras el cuartel de Lukashenko en Minsk celebraba una «solución de compromiso», el Kremlin confirmaba únicamente que Putin había hablado con Lukashenko «por iniciativa de éste».

El mandatario bielorruso, aislado internacionalmente, se sintió atacado por su colega Putin. Durante un discurso en la fiesta de Navidad ortodoxa, Lukashenko se quejó de que Rusia se ahogaba en petrodólares y ahora todavía quería ganar más con Bielorrusia. Por eso, tras ceder a la subida de precios del gas, el presidente sacó su arma más afilada: un bloqueo del oleoducto «Amistad» que afectó a la economía rusa y dejó a Putin como un suministrador de energía de poca confianza.

Sin embargo, la interrupción del tránsito del crudo ruso puede haber sido al mismo tiempo la última arma del aislado autócrata de Minsk. La crisis podría ser el principio del fin de su hegemonía. Rusia apoyó a Lukashenko durante años, pero ahora se acabó. «Con un soberano antidemocrático no puede haber amistad», dijo Mijail Margelov, político competente en Exteriores del Consejo de la Federación rusa.

El sobrio Putin y el apasionado Lukashenko no podían el uno con el otro, por eso la unión estatal acordada entre los dos pueblos eslavos permanecía ya sólo sobre el papel. Lukashenko, nostálgico de la época soviética, acordó la unión en 1996 con el entonces presidente ruso, Boris Yeltsin. El bielorruso presionó el acuerdo y se vio, al parecer, a sí mismo como el sucesor del enfermo Yeltsin en la presidencia de un nuevo Estado común.

En lugar de eso, Lukashenko tuvo que empezar a tratar a partir del 2000 con Putin, igual de joven, deportista y querido que él.

En el verano europeo del 2002, Putin le dio la vuelta a la tortilla y fue él quien presionó para que hubiese un rápido acuerdo con Bielorrusia en condiciones favorables a Moscú. Desde entonces, Lukashenko se afana por defender la soberanía bielorrusa. «La independencia es un bien demasiado costoso para malvenderlo», dice.

En cualquier caso, el petróleo y el gas baratos los aceptaba con gusto, porque así podía garantizar un modesto nivel de vida y una tranquilidad política a sus diez millones de compatriotas.

A regañadientes, el Kremlin apoyó la polémica reelección de Lukashenko para un tercer mandato en marzo del 2006, incluso aunque la actitud violenta contra los manifestantes en Minsk lanzase una sombra sobre la primera presidencia rusa del G8. Rusia necesita al vecino también por razones militares: el sistema de defensa aérea ruso contra la OTAN comienza en Bielorrusia.

Después de castigar del mismo modo a vecinos hostiles como Ucrania, Georgia y Moldavia, en Moscú circulan dos versiones de por qué Rusia impone ahora también a su aliada Bielorrusia precios energéticos más altos. «Lukashenko debe recibir un duro ultimátum para lograr finalmente el Estado conjunto», escribió el columnista Mijail Leontyev en el «Komsomolskaya Pravda».

La otra versión, por el contrario, sostiene que Rusia aceptó finalmente la independencia de la antigua república soviética y la trata por tanto como extranjera. Rusia no quiere perder más en Bielorrusia ingresos de miles de millones, dijo Putin el martes en el Kremlin.

«La supuesta estabilidad económica de Bielorrusia era la de un toxicómano que recibe drogas baratas», describió el experto bielorruso Leonid Saiko. Lukashenko sabe también que las turbulencias económicas podrían acabar cuestionando su poder, de ahí la extrema y casi desesperada reacción a la presión rusa. Mijael Marinich, antiguo ministro de Comercio Exterior de Lukashenko y ahora caído en desgracia, lo tiene claro: «En medio año crecerá el descontento de la gente con el poder estatal».

 

FRIEDEMANN KOHLER

DPA


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