El canje de leyes

Tal vez la más evidente forma en la que la tarea legislativa muestra su degradación y su sometimiento a intereses subalternos sea la generalizada práctica, ya admitida sin vergüenza alguna, del intercambio de leyes o bien de leyes por otra clase de decisiones políticas, que en la peculiar jerga creada al efecto, denominan «negociación democrática».

La extendida, y dudosamente de buena fe, creencia en que la democracia consiste en lograr acuerdos más o menos aceptados por todos los factores de poder que intervienen o presionan en los procesos de confección de las leyes u otras decisiones del legislativo, tales como en su momento fue el canje de jueces, una explicación casi suficiente para entender la pérdida de confiabilidad del Poder Judicial, es una confesión cabal de los políticos de que han abdicado de su función fundamental.

El punto de vista del legislador, consiste en elevarse por encima de las presiones e intereses particulares, sin que implique no considerarlos, para poder definir las mejores leyes para toda la sociedad, proceso en el cual alguien debe considerar los intereses a largo plazo y los de quienes no tienen la capacidad de sentarse a la mesa en la que se negocia todo. Tal es la tarea de una legislatura: discutir en cada caso cuál es la mejor decisión, en términos de una concepción explícita y pública de en que consiste el interés común. La práctica de canjear leyes, es decir la aprobación de la que un sector propone a cambio de la que otro sector pretende, o la aprobación de algunos aspectos de una ley a cambio de conceder otros a la oposición, anula por definición esta discusión pública, abierta y sincera sobre el mejor destino para la comunidad, y la reemplaza por un simple intercambio de decisiones basadas en las fuerzas relativas de parte de los intereses en pugna, sobre todo de los que con más poder fáctico, tienen capacidad de influir sobre los legisladores, tanto por medios legítimos como por los que no lo son tanto. Un grave problema agregado por este procedimento espurio, es el de la tremenda incoherencia del sistema legal general, pues también la buena técnica legislativa queda completamente olvidada por la operación política y sus necesidades de arreglos.

De esta manera, se elude la reflexión tendiente a obtener el mejor texto legislativo posible y el debate se reduce a una simple y secreta negociación en la cual el interés general simplemente no cuenta. Con esto, por otra parte, se produce una ruptura completa entre los motivos que se hace públicos para justificar la decisión, y aquellos que en verdad son los que llevaron a tomarla. La publicidad de la gestión legislativa, es decir la exposición pública y fundada, que pueda ser sometida a discusión y reflexión por parte del conjunto de la ciudadanía, desaparece, y sólo queda la sospecha permanente de cuáles han sido los verdaderos motivos y los auténticos intercambios realizados.

Otro efecto profundamente negativo que se sigue de esta corrupción de la función legislativa es el de que la ley, al estar asociada únicamente a los factores de poder circunstanciales que lograron sacarla adelante, depende únicamente para su acatamiento de que esa relación de fuerzas permanezca y sea lo suficientemente poderosa como para exigir acatamiento. La ley así no tiene el valor de ser acatada por ser ley, por ser la expresión de un acuerdo colectivo en la que todos nos debemos a ella aun cuando no estemos de acuerdo con su contenido, sino que sólo lo es, y por tiempos muy cortos, en la medida que los intereses que la produjeron mantengan su relación de fuerzas y su interés en que ella se cumpla.

Peor destino para la ley difícilmente pudiera alguien haber imaginado. La república queda como una cáscara vacía que encubre el simple juego de fuerzas y poderes fácticos sobre el que se apoya auténticamente la acción legislativa. Es innecesario decir, en este sistema, quiénes son los que se benefician y quiénes los que se perjudican.

Si la ley no logra expulsar de su proceso de confección la presión constante de los intereses particulares, deja de tener el alto sentido que posee en un orden republicano, y se transforma en una simple y cínica forma de ocultamiento de lo que en verdad regula la vida social, la ley del más fuerte. La particular forma de entender los procesos de negociación democráticos, representa la abdicación de este punto de vista sustancial, y el modo en que se permite el ingreso en los procesos de decisión políticos de todo aquello que debe permanecer fuera.

La alta figura de nuestra constitución formal, el representante del pueblo, se rebaja de este modo a lo que vemos a diario, el operador político, ese personaje que en uso de una investidura, o con llegada a ella, se encarga de rebajar la discusión democrática a un rastrero comercio de intereses, según reglas propias no escritas, donde todo está permitido. La falta de escrúpulos se erige como la virtud funcional mas reconocida, y el valor de la ley como tal se diluye en el juego inmoral del intercambio de intereses, que luego se pretende disfrazar como «negociación democrática», «consenso», «diálogo», etc., retórica que intenta disimular la violación esencial e inexcusable del espíritu republicano.


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