El capitalismo domado

Por James Neilson

La irrupción de la «nueva economía», esta versión increíblemente dinámica del capitalismo liberal que gira en torno de la informática, es motivo de viva esperanza para algunos, los cuales comparten la fe de Bill Clinton de que brinda «una oportunidad para sacar a la gente de la pobreza más de prisa que en cualquier otro período de la historia», pero alarma a muchos más que temen que países enteros naufraguen al ser arrastrados a la ruina por los poderosísimos torrentes financieros que, potenciados por la Internet, ya están recorriendo el planeta, desatando crisis devastadoras y destruyendo industrias antes ricas que daban empleo a millones. El desconcierto que sienten los abrumados por lo que está sucediendo puede entenderse. En un lapso muy breve, la «nueva economía» ha creado fortunas que son mayores que el producto anual de casi todos los países, pero sólo se trata del comienzo. Hace apenas un año, hablar de las perspectivas abiertas por la economía «punto.com» era entregarse a la futurología; en la actualidad, el neologismo forma parte de la jerga cotidiana porque las sumas involucradas son gigantescas. Habrá «burbujas» y éstas estallarán, pero la sensación de que estamos en vísperas de un salto revolucionario descansa en mucho más que las noticias procedentes de las bolsas norteamericanas.

Tal como siempre ha sucedido cuando de la noche a la mañana las posibilidades se multiplican, poder llegar primero es un asunto de importancia incalculable. De haberse adelantado a los españoles a fines del siglo XV los portugueses, franceses, holandeses o británicos, el destino del hemisferio occidental hubiera sido radicalmente distinto: las dudas de algunos en cuanto a la seriedad del proyecto de Colón y la voluntad de otros de apostar un poco al navegante italiano modificaron todo lo que vendría después. Por razones similares, el que el advenimiento de la «nueva economía» se haya concretado en un momento en el que Estados Unidos es la potencia dominante y por lo tanto está en condiciones de determinar el marco en que se desarrollará podría resultar todavía más decisivo.

Asimismo, a los primeros en lograr aprovechar la Internet les ha sido dado soñar con fundar imperios que, en términos de dinero cuando menos, valdrían mucho más que cualquier país cuya existencia actual se debe a la decisión de los monarcas españoles de invertir lo que hoy en día se calificaría como un «capital de riesgo» en la empresa del gran marinero genovés y que, andando el tiempo, podrían valer más que América Latina y Africa sumadas. Tales fantasías, sueños que son seductores para Bill Gates y sus congéneres pero que se parecen más a pesadillas para una multitud de políticos, clérigos e intelectuales que se sienten abrumados por la «globalización» que a su entender supone la hegemonía absoluta del poder financiero que domina «los mercados», ya parecen poco realistas. Los responsables de desvirtuarlos no han sido franceses amargados por el protagonismo anglosajón, ecologistas furibundos o los integrantes de un frente de izquierdistas y populistas resueltos a combatir al capital, sino representantes del gobierno y de la Justicia del país más capitalista del mundo, los Estados Unidos. Sus motivos para castigar a Microsoft por sus prácticas «depredadoras» no tienen nada que ver con los miedos que obsesionan a los críticos del «neoliberalismo» rampante. Se basan en la convicción de que sin competencia el sistema capitalista pronto degeneraría en un orden tan fofo como el socialista. En otras palabras, para que el capitalismo funcione al máximo es necesario que haya una autoridad política lo bastante fuerte como para obligar a los empresarios más poderosos a respetar las reglas.

La actitud del gobierno de Clinton frente a Microsoft ha planteado un dilema a los enemigos jurados del capitalismo como tal, a los reacios a pronunciar la palabra sin agregarle el epíteto «salvaje». Su hostilidad hacia el sistema se alimenta de la prepotencia y frialdad de los empresarios o financistas más poderosos, y muchos se consuelan pensando que a la larga los resultados de su reino serán tan atroces que los pueblos del mundo, casi todos «excluidos» del festín, terminarán rebelándose contra los mercaderes. Quieren que las «contradicciones» internas del capitalismo sigan agravándose para que, un buen día, el colapso así provocado posibilite una transformación fundamental.

Sin embargo, el gobierno norteamericano, lejos de haber deseado asestar un golpe al sistema capitalista, ha actuado con el propósito de hacerlo más dinámico aún. Da por descontado que de este modo estimulará el surgimiento de veinte o treinta empresas tan vigorososas e innovadoras como Microsoft, lo cual, huelga decirlo, contribuiría a consolidar el imperio de lo que los disgustados por el camino tomado por el género humano llaman «neoliberalismo», postergando por décadas la eventual aparición de una «alternativa» y, para redondear la faena, haría irreversible el proceso de «globalización» que ya está en marcha.

Los más comprometidos con la resistencia al «neoliberalismo», es decir, políticos tradicionalistas, clérigos e intelectuales habituados a considerar al capitalismo como un esquema que pronto se extinguiría, continuarán protestando contra el mundo tal como es, pero su influencia, ya escasa, propenderá a desaparecer. Su lugar está siendo tomado por quienes coinciden en que el estado socioeconómico de países como la Argentina es atroz, pero para mejorarlo no proponen menos capitalismo sino más. Lo mismo que Clinton y otros funcionarios norteamericanos, no atribuyen los males sociales al capitalismo de por sí sino a sus deformaciones. A primera vista, su actitud se parece mucho a la de aquellos marxistas testarudos que incluso después del desmoronamiento de la Unión Soviética insistirían en que no hay que confundir entre el «socialismo efectivamente existente», el cual era un desastre, y el socialismo teórico que ellos tenían en mente, pero ocurre que para centenares de millones de personas de los países avanzados el capitalismo sí funciona muy bien y por graves que sean los problemas de aquellas sociedades debería ser relativamente fácil minimizarlos en el contexto del sistema vigente.

En la Argentina, la influencia de Estados Unidos no se ha visto reducida por el reemplazo del presidente de las «relaciones carnales», Carlos Menem, por el europeísta Fernando de la Rúa. Antes bien, tiende a profundizarse. Mientras que los menemistas se dejaron encandilar por el brillo superficial del «imperio», los hombres de la Alianza, muchos de los cuales hablan inglés bien y están más familiarizados con las tradiciones anglosajonas de lo que estaban Menem y la mayoría de sus compañeros peronistas, se interesan por temas más importantes como los supuestos por el marco legal en el que opera la economía estadounidense.

Pero no sólo es cuestión de la fascinación natural que sienten políticos y economistas por el país más poderoso y a su modo más exitoso.

También están forjando vínculos con sus homólogos norteamericanos grupos contestatarios como los conformados por los defensores más fervientes de los derechos humanos, los ecologistas y muchos otros, lo que supone que quienes en otras circunstancias se opondrían con más virulencia al predominio de los Estados Unidos están convirtiéndose en sus promotores, impulsando así a la incorporación del país a la esfera de influencia de la superpotencia que, además de encarnar más claramente que cualquier otro el capitalismo, también cuenta con las autoridades políticas más decididas a asegurar que los empresarios sean fieles a la esencia del sistema que les permite prosperar.


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