El cascabel al gasto
Néstor O. Scibona
Más allá de la acotada convocatoria presidencial a dirigentes empresarios y sindicales para debatir el “modelo” y de las promesas de candidatos opositores para bajar la inflación que lleva implícito, en la Argentina sigue en pie un desafío sin respuestas políticas: quién le pone el cascabel al gasto público. En otros términos, ni oficialismo ni oposición –salvo contadas excepciones- se atreven a plantear que resulta cada vez menos sostenible que todos los años el gasto estatal crezca a razón de 32/35%, sin agudizar los desequilibrios que arrastra la economía argentina; ni su efecto más visible, la alta inflación crónica desde 2007. Máxime cuando la recaudación impositiva, que también subió mucho pero en los últimos años menos que el gasto, ya no alcanza para cubrirlo y obliga a recurrir al auxilio de la “maquinita” y las reservas del Banco Central. La situación se asemeja a quien durante varios años gasta más de lo que gana y no sólo debe usar ahorros sino billetes falsificados para completar pagos. Nada parece indicar que esta tendencia vaya a modificarse en el futuro inmediato, aunque ubique a la economía en un rumbo de colisión. Sin ir más lejos, la presidenta Cristina Kirchner acaba de elevar –vía DNU– el gasto de este año en 23.000 millones de pesos, de los cuales casi la mitad (algo más de 11.000 millones, equivalentes sólo a mayores subsidios a la energía) serán financiados por aportes del BCRA. A ello debe agregarse un monto similar de redistribución de partidas presupuestarias para cubrir déficits de empresas públicas y financiar inversiones energéticas (en especial de YPF), para lo cual se echa mano a reservas por unos 4000 millones de dólares. No hace falta ser un experto para deducir que la combinación de mayor emisión de pesos y menor stock de divisas genera mayores presiones inflacionarias y cambiarias. Y que si se corrige la grosera desactualización del mínimo no imponible del Impuesto a las Ganancias frente a la inflación, será a expensas de nuevos gravámenes sobre particulares y empresas. Este parece ser el único saldo del promocionado “diálogo social” concretado en Río Gallegos, donde el gasto ni la presión tributaria récord, ni la inflación, fueron ejes de debate. Sin embargo, aunque todos le escapen, la sustentabilidad del gasto es una cuestión crucial para el futuro económico. Un informe del Instituto de Análisis de la Realidad Fiscal (Iaraf), presentado en un reciente encuentro de IDEA, le pone números a esta situación: entre 2003 y 2013, el gasto primario total (sin servicios de deuda) saltó del 25% al 42% del PBI (que en el período creció a su vez 80%). Pero de esos 17 puntos porcentuales de aumento, 10,5 correspondieron a la Nación; 4,6 a las provincias y 1,2 a los municipios. En esta concentración del gasto en manos de la Casa Rosada tuvo mucho que ver el mayor peso de impuestos no coparticipables (como los aduaneros), pero también que se desvirtuara la ley de presupuesto nacional como herramienta previsible de política fiscal. Cada año, los ingresos fueron sistemáticamente subestimados para generar excedentes que luego fueron distribuidos en forma discrecional a través de DNU, sin previo paso por el Congreso, para gastos en personal y obras públicas en provincias. Aún así, una porción cada vez más alta del gasto fue absorbida por los subsidios a la energía y el transporte, concentrados en el área metropolitana de Buenos Aires, que pasaron de 0,5% del PBI en 2007 a 4,5% en 2013. La contrapartida fue el aumento de la presión tributaria total que, incluyendo seguridad social, se ubica como la más alta de América latina (con 34% del PBI). Pero mientras el gobierno nacional pudo financiar parte de los mayores gastos con emisión del BCRA, que no se coparticipa, las provincias y municipios no tuvieron más remedio que aumentar impuestos locales y/o su endeudamiento. Según los mismos datos del Iaraf, la recaudación tributaria provincial y municipal se elevó del 5% al 7% del PBI, con una fuerte participación (casi 85%) de incrementos en las alícuotas de Ingresos Brutos sobre industrias, actividades comerciales y financieras y servicios privados. De ahí que la entidad concluya que “a futuro, en la medida que siga aumentando el tamaño del Estado y se mantenga el actual sistema de distribución de recursos, lo más probable es que la presión tributaria subnacional continúe en ascenso”. Durante la última década, el kirchnerismo tuvo éxito en instalar la idea de que cualquier desaceleración del aumento del gasto público –no su reducción– equivale a reeditar los “ajustes salvajes y ortodoxos” de fines de los ’90, cuando la convertibilidad hacía agua por sobredosis de gasto y endeudamiento estatal. Pero esa postura ha empobrecido y confundido el debate, ya que no todas las situaciones son iguales. Una cosa es impulsar un mayor gasto público como política contracíclica para salir de una crisis (como ocurrió en los primeros años de la gestión de Néstor Kirchner) o superar una recesión provocada por factores externos (como la que enfrentó CFK en 2009) y otra muy distinta es hacerlo innecesariamente (como en los períodos 2006/2008 ó 2010/2011) cuando la economía crecía a “tasas chinas”. La consecuencia fue la desaparición de los superávits “gemelos” de la primera época K, cuya ausencia se hizo sentir luego al desacelerarse el crecimiento económico sin que lo haga la inflación. Esta realidad obligará, más temprano que tarde, a plantear no sólo cuánto sino cómo se gasta y a qué costos. También a fijar prioridades, ya que los recursos encontraron un límite. A nadie en su sano juicio se le ocurriría hoy bajar el gasto nominal, como en los ‘90, por la sencilla razón de que resultaría imposible, ya que en tres cuartas partes está constituido por salarios, jubilaciones y planes sociales. Una semana atrás, el diario La Nación reveló que actualmente dependen del Estado los ingresos de nada menos que 13,3 millones de personas (45% de la población adulta del país), de los cuales 3,3 millones son empleados del sector público (nacional, provincial y municipal); 6,5 millones jubilados y pensionados y 3,5 millones de beneficiarios de planes sociales. Tampoco sería posible recurrir al endeudamiento externo para financiar gasto corriente. Pero sí para grandes proyectos de infraestructura que abarcan a varias generaciones y hoy son atendidos con el dibujado presupuesto de cada año; o bien se llevan a cabo por adjudicaciones directas a quienes obtengan financiación, sin licitaciones competitivas. Con este panorama, el margen para tornar más racional el gasto público se ubica en los crecientes subsidios a la energía y el transporte. No obstante, éstos son visualizados como un “derecho adquirido” por quienes los reciben y requerirá años reducirlos. De ahí que la forma menos traumática de encarar esta asignatura pendiente sea un programa económico integral, para que las únicas opciones no sean más inflación o más impuestos que asfixian al sector privado y frenan inversiones. Cuanto más vuelva a crecer la economía con inversiones genuinas, más potable será que el gasto público vuelva a niveles genuinamente financiables.
La semana económica
Néstor O. Scibona
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