El derecho a la felicidad, Por Osvaldo Alvarez Guerrero 10-01-04

Cuando en los albores del año nos intercambiamos los augurios de felicidad, en el formal saludo del '¡feliz Año Nuevo!', el objeto de la felicitación se refiere al período calendario que se inicia el 1º de enero. Se limita a un trozo de tiempo -como si fuera un registro contable, en el que se abren y cierran balances financieros- que culminará el 31 de diciembre siguiente, cumplidos los 365 días. Los buenos deseos, que se proyectan esperanzados y llenos de dicha y contento, van fatigándose con el correr de los días, hasta que se hace viejo. Al morir, y con el nacimiento del nuevo año, se recicla la salutación, no importa si el pasado período fue o no tan feliz como lo habíamos proyectado. En ese momento del saludo sólo cuenta el futuro, y a él se disparan los deseos de buenaventura.

Pero la felicidad, que es también una forma de la memoria, con frecuencia remite al pasado. Si es que hubo alguna dicha en él, y siempre hay alguna, queda para la nostalgia de los buenos tiempos, de la mítica edad de oro. A ella se refiere el caballero Don Quijote: «Dichosa edad, y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos pusieron el nombre de dorados…», época ideal de virtudes y bondades imperantes. Pero el Quijote, como todo gran benefactor sacrificado, no puede ni debe ser feliz en los malos tiempos que ahora corren, porque -le señala a Sancho- la vida de los héroes está sujeta a mil peligros y desventuras.

Los impulsos egoístas y cooperativos que se contraponen y que son propios de nuestra humana naturaleza, hacen que la felicidad (un concepto ambiguo, demasiado amplio y polivalente) posea una vertiente individual y una faz social. Desde la Ilustración del siglo XVIII, la felicidad adquiere, como tantas otras cosas, un aspecto político.Y con la revolución norteamericana de 1776, esa significación política asume una normatividad jurídica. Fue Thomas Jefferson quien, al redactar la Declaración de la Independencia estadounidense, incluyó esta aserción: «Sostenemos como autoevidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, y que entre estos derechos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Este último derecho a la búsqueda de la felicidad, que tiene un aire bastante misterioso, deja sin interpretar cuál es su contenido, materia ciertamente opinable. Pero queda en pie su carácter universal, un derecho que es para todos.

Menos convincente para la modernidad ha sido la promesa del paraíso en los cielos -ya que en la tierra lo hemos perdido- que nos concede el Sermón de la Montaña. Los pobres de espíritu, los dulces, los afligidos, los misericordiosos, los que tienen hambre y sed de justicia, los insultados, los perseguidos por seguir a Jesús, tendrán su recompensa en la improbable eternidad de las alturas divinas.

La felicidad social es terrenal, e implica que no podemos ser felices solos, que la felicidad es un bien que existe en la medida en que sea compartido, como ocurre con la libertad. Ese igualitarismo fundamental ha sido asumido tanto por las corrientes políticas así llamadas de la derecha totalitaria, como por el proyecto más propiamente democrático y progresista.

Hipólito Yrigoyen inauguró en la Argentina, con moderación, el concepto de Democracia Social vinculado con la felicidad : «La democracia, dijo, no consiste sólo en la garantía de la libertad política: entraña a la vez la posibilidad para todos para poder alcanzar un mínimo de felicidad siquiera» (Mensaje al Congreso nacional, 31 de agosto de 1920). Perón, desde otro ángulo y con un matiz proveniente de algún pensamiento más totalitario, expresaba una consigna que marcaba una jerarquía de fines: «Nuestros objetivos son la grandeza de la Patria y la felicidad del Pueblo». Y Raúl Alfonsín, con exceso de optimismo, prometía «que con la democracia se cura, se come y se educa». Ese contenido es propio de un concepto complejo de la democracia, al estilo de Jefferson, y está vinculado con la idea del Estado de bienestar. Pero la historia demuestra que el Estado de bienestar puede ser cómplice también de los regímenes autoritarios, al menos durante un tiempo: así lo demuestran dictaduras no democráticas y democracias imperiales, que tuvieron logros de pleno empleo, salud y educación para grandes mayorías, y contaron con un apoyo incondicional de las masas en su Nación. Vincular la democracia indisolublemente con la felicidad general es riesgoso. Por eso, Manuel Azaña (un liberal de izquierdas, el último presidente de la República Española) advertía en 1937, antes del desastre de la Guerra Civil, que la democracia «no hace más felices a los hombres, los hace más libres». Una posición similar la tiene el politólogo italiano Norberto Bobbio, que llega a afirmar que la democracia es el modo no violento de organización social.

La felicidad implica una búsqueda, una construcción individual y colectiva, que no debería depender del azar o del designio de los dioses, sino de nuestra propio e intransferible sentido ético de la libertad y de su goce. Pero lo sabemos: los caprichos del azar se nos cuelan sin permiso, para bien o para mal.

Los inicios, y el comienzo del año es el más contundente de ellos, imponen un feliz augurio, un vaticinio anhelante hacia un destino auspicioso. El lapso del inicio es sin embargo breve, casi un relámpago, como todo nacimiento. Por eso, en febrero la felicitación ya parece tardía y extemporánea. Este parámetro de la alegría del bien vivir es congruente con la condición temporal, incompleta y finita que se atribuye a la felicidad, siendo ésta, como lo es, una coincidencia maravillosa de los deseos con su concreción real en cada circunstancia de la vida. Esa búsqueda no azarosa nos habilita lo mejor del pasado, nos responsabiliza en el presente y nos ilusiona ante el porvenir. Y si los mortales sabemos lo que nos espera, quizá nuestra felicidad se encuentre en reconocer, con alborozo, que al fin todo, incluso nuestra propia felicidad, quedará para los demás y para los que vengan.


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