El emperador universalista

En su “Decadencia y caída del Imperio Romano” (seis tomos, doce siglos desde los Antoninos hasta la toma de Constantinopla por los turcos) Edward Gibbon hurgó en la base misma de la cultura de Occidente a través de un relato que ha sido fuente de meditación de políticos como Churchill, De Gaulle y Kennedy. En su obra, escrita entre 1766 y 1788, identifica el lapso imperial (años 98-180 d.C.) como el “feliz período en que Roma fue conducida por Nerva, Trajano, Adriano y los dos Antoninos”. El último de éstos era Marco Aurelio, el filósofo.

HÉCTOR CIAPUSCIO (*)

La televisión por cable nos ha deparado incontables veces, como es su abusivo método de ganar dinero con películas antiguas y amortizadas, la exhibición de “Gladiador”, un filme que protagonizó en el 2000 el australiano Russell Crowe. Se trata de una épica en la que él como Maximus, un estupendo general romano, se hace luchador circense (El “Español” será un héroe para la multitud brutal del Coliseo) a fin de vengar el asesinato de su familia ordenado por Commodus, el psicópata que había muerto a su anciano padre para heredarlo como emperador de Roma. Maximus finalmente sucumbirá en el Circo, pero acabando antes con el parricida. Es normal en las producciones hollywoodenses de argumento Roma antigua y carácter monumental (recuérdense, por ejemplo, “¿Quo Vadis?”, “Ben Hur” o “Espartaco”) que la verdad histórica sea displicentemente manipulada y que hasta los actores centrales resulten invención del libretista; no ocurre exageradamente en este caso. Aquí nos ocupamos de uno de sus personajes que fue bien real: el anciano emperador Marco Aurelio (Marcus Aurelius Antoninus), que aparece al comienzo de la película en resignado trance de agonía. Representa a un hombre que tuvo en la historia un lugar trascendente, la figura de un rey-filósofo que evoca al que imaginó Platón y ello principalmente en mérito del monumento literario que, en griego y con título “Meditaciones de Marco Aurelio Antonino”, legó a la posteridad. Este emperador con alma de un sabio ajeno a la vanidad del poder cumplió con las responsabilidades del mando del Imperio y de las guerras como un deber a su patria, pero sobre todo a su propia conciencia inteligente y moral. Tenía una profunda confianza en sus dotes literarias y su responsabilidad como pensador y guía espiritual de las generaciones que lo sucederían en el escenario de un inmenso imperio, el más grande de la Antigüedad. En cada destino castrense y en cada momento de una empresa militar que consumió sus veinte años de gobierno elaboró una obra literaria imperecedera. El fruto de sus meditaciones representa uno de los códigos morales señeros en el que resplandecen virtudes personales, de ecuanimidad, piedad y tolerancia. Hay dos temas que elegimos como representativos de la originalidad de sus ideas. Uno se refiere a su concepción del tiempo y la mortalidad humana; el otro, a sus convicciones universalistas. Mientras luchaba en sus múltiples campañas militares Aurelio escribió sus “Meditaciones” en estilo de fuente para su propia guía y mejora personal. Sus notas son representativas de una mente lógica y de un pensamiento filosófico acorde con la escuela estoica y los principios de Séneca. Sus reflexiones son aún consideradas como un faro literario para un gobierno al servicio del deber. Sobre la vida y la muerte escribe: “Vivimos por un instante, sólo para caer en el completo olvido y el vacío infinito de tiempo de esta parte de nuestra existencia. La vida del hombre es una simple duración, un punto en el tiempo, su contenido una corriente de distancia, la composición del cuerpo propensa a la descomposición, el alma un vórtice, la fortuna incalculable y la fama incierta. Las cosas del cuerpo son como un río y las cosas del alma como un sueño de vapor, la vida es una guerra y la fama después de la muerte, sólo olvido”. Respecto de su universalismo, el acápite del libro expresa: “Mi ciudad y mi patria es Roma, en tanto que Antonino. En tanto que hombre, es el universo”. Marco Aurelio piensa que la humanidad es una y que su bien supremo reside en el triunfo de la justicia, la más antigua de las divinidades y al mismo tiempo el fundamento de toda virtud. Se sentía Ciudadano del Mundo, semejante a cualquier otro hombre de la tierra, incluso simple criatura viva del universo, entretejida en el perenne flujo y transformación de todas las cosas. El tema del universalismo que encarnó este emperador fue comentado hace poco en un ensayo del filósofo Kwame Appiah, profesor en Princeton, quien recuerda la influencia cultural de su padre, nacido en Ghana, un remoto rincón del imperio británico, quien tuvo siempre a la cabecera de su lecho la obra de Marco Aurelio. Quiere señalar, en tiempos cuando los nacionalismos destructivos están en retirada ante el avance del Mundo-Uno que catapultan las conquistas del comercio y las comunicaciones, que él mismo se reconoce con el sello educativo de las ideas del último de los llamados “Cinco buenos emperadores”. En “Cosmopolitismo-Universalismo” comenta las ideas anticipatorias de Aurelio, el emperador que, en tiempos de Roma en la cima del mundo, proclamó su convicción profunda de que es estrecho el parentesco que une a los hombres de toda la raza humana, porque se trata de una comunidad, no de la sangre o la simiente sino del espíritu. (*) Doctor en Filosofía


HÉCTOR CIAPUSCIO (*)

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