El fenómeno Lula y la izquierda política argentina

Por Enrique Mases y Gabriel Rafart (*)

Durante estas semanas mucho se ha hablado acerca del fenómeno Lula. La larga campaña electoral que lo llevó a la presidencia dejó a la vista los «humores» fabricados por los mercados y el pensamiento neoliberal aún dominante en gran parte de la dirigencia política de América Latina, en los principales gobiernos del occidente industrial y también, demasiado obvio decirlo, en los organismos internacionales de crédito. Sus «humores» y recurrentes advertencias no pudieron alejarse de su compromiso ideológico y práctico con la desigualdad. Sin embargo pocos se han detenido a reflexionar acerca del impacto de esta «llegada al poder» de un partido de trabajadores en el campo de la izquierda y del pensamiento nacional. Su impacto debería ser evidente donde tanto el Partido Trabalista del Brasil como el conjunto mayormente inorgánico de la izquierda nacional aceptan la idea de una sociedad menos desigual a modo de sustancia de su pensamiento y práctica política. Sin embargo estamos obligados a entendernos con ese impacto a modo de traducción de alguna fórmula químicamente potable para que la izquierda vernácula y sus socios de espíritu puedan hacer algo con ello.

Una primera observación a tener en cuenta: la llegada de Lula y el PT al gobierno estaría planteando la posibilidad cierta de que el cambio social es posible en democracia. Naturalmente el correr del tiempo y el desempeño del nuevo gobierno nos permitirá saber si este enunciado se convierte en realidad y si las transformaciones sociales forman parte de un nuevo escenario en ese gigante latinoamericano que es el Brasil de nuestros días. Más allá de esta expectativa, posiblemente más deseable que productivamente realista, su aceptación estaría invalidando algunas de las anteriores afirmaciones propias de la izquierda y de ese pensamiento nacional y popular que insistieron durante largas décadas en que las transformaciones sociales sólo eran posibles aceptando una vía revolucionaria. Que la democracia liberal no tenía nada que ofrecer o en todo caso oficiaba de corsé. Que limitaba y ahogaba cualquier oportunidad para el cambio. Su presencia fue demasiado precisa cuando después de una prolongada lucha en 1973 el peronismo ganó las elecciones y su sector más radicalizado y mayoritario en el campo juvenil, la «Tendencia Revolucionaria» planteaba que sólo se había llegado al gobierno pero no al poder. Es que el partido y las elecciones eran vistos como meros instrumentos destinados a desmontar una trampa, pero no a modo de vehículos apropiados para llevar adelante la transformación y producir la tan ansiada revolución imaginada en aquellos tiempos.

Próximos a nuestros años, la izquierda reconstituida en tiempos del fin de la dictadura y la llegada de la democracia planteó sus dudas acerca del futuro de la partidocracia liberal y de la reconstituida clase política e incluso fue mucho más allá. Es que a casi veinte años de recuperada la democracia y debido a su escasa productividad de su política en términos de «hacer menos desiguales a los desiguales», la izquierda hizo suya una frase que se construyó desde un sentido común crítico: que se vayan todos, que no quede ni uno solo. No sólo de consignas antipolítica facturadas en las veredas de Santafés y Rivadavias porteñas se vistió esta izquierda. Agregó a su ropaje prendas de colores vistosos previamente hiladas en la experiencia zapatista, muy distante de la industria del vestido del mundo carioca. El renegar del Estado y entenderse con el poder, con el poder social, era parte de la novedad. De hecho la salida del ruedo electoral de su mejor candidato, Luis Zamora, debe verse como la urgencia por volver a pensar la política de izquierda no tanto desde los partidos, la competencia electoral, en definitiva desde la democracia liberal. La racionalidad de estar detrás del poder social y distante del poder estatal no ha logrado entenderse en nuestra experiencia política. Muy lejos está la izquierda argentina de sus parientes próximos brasileños y de los más lejanos, mexicanos.

Una segunda y marcada diferencia. Y la historia de nuestra izquierda y sobre todo de su componente nacional y popular tiene mucho que decir. Mientras el PT con Ignacio Lula da Silva llega al gobierno después de un paciente y constructivo trabajo hacia lo que se entiende como un frente social y político en el que incluye a sectores de la poderosa burguesía industrial brasileña, la izquierda argentina parece recorrer el camino inverso. Su trabajo ha sido de deconstruir más que construir, destruyendo con su aislamiento y dogmatismo aún la potencialidad de un frente social y político. Es cierto que el PT está dispuesto a sostener este frente y llega al gobierno porque su interlocutor y socio -esta burguesía industrial ¿nacional?- tiene un proyecto político y un sentido de comunidad nacional que hacen posible esta alianza, ya que en última instancia visualiza a Lula no como el enemigo a vencer, sino como el aliado potencial en esta etapa que puede asegurar sus propios intereses. Y aquí también una nueva diferencia con nuestro país, donde esta misma burguesía carece de un proyecto nacional al vivir el ritmo peligroso pero beneficioso de la corrupción y la especulación financiera. De alguna manera deberíamos disculpar a la izquierda argentina por no saberse compartiendo con nuestra burguesía, cuando es esa burguesía la que parece no tener plena conciencia de su existencia.

Es curioso el balance de esta comparación y posiblemente sea lamentable el resultado de todo ello. La izquierda brasileña está construyendo y afirmándose desde ese principio de avanzar sobre la desigualdad haciendo, insistimos, menos desiguales a los desiguales. Para ello se entendió con la necesidad de agregar sus posiciones y hombres en un partido político, que ya hoy es partido de gobierno. La izquierda argentina avanza sobre un camino inverso, en paralelo al actual congelamiento de nuestra dirigencia política. Para nada nos deja conformes semejante resultado, en tanto que si bien nuestra izquierda se ha equivocado una y muchas veces, su productividad histórica ha arrojado a la cultura política elementos ambiguos y uno de esos elementos, de valor altamente positivo, ha sido pensar una cultura y una sociedad en favor de la igualdad, de la crítica a las condiciones que generan la desigualdad social y a la oportunidad por llevar a cabo una democracia de orden diferente.

(*) Gehiso – UNC


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