¿El fin de la fruticultura?
Darío Tropeano (*)
El título que se enuncia pretende ser una alerta para evidenciar un cuadro general de situación que muestra algunas realidades que han modificado y modificarán el mapa productivo de la provincia de Río Negro. El proceso de concentración de la actividad frutícola provincial se aceleró a mediados de la década del 70, en el marco de realidades impuestas por la política económica nacional y cambios en la demanda y producción mundiales. Un atisbo de recupero pareció alentar expectativas en los años iniciales de la democracia, pero ese intento fue abortado por el desmantelamiento del Estado provincial como impulsor del desarrollo inmediatamente comenzada la década del 90. La pérdida del Banco Provincia y del puerto de aguas profundas, el abandono de toda política activa que oriente un modelo productivo y comercial y el “dejar hacer” al mercado dominado por pocas empresas integradas reflejó un esquema de cambio profundo en la actividad. La irrupción de una firma extranjera que desarrolló megaemprendimientos y adquirió empresas zonales en Río Negro y Neuquén, en coexistencia con un puñado de firmas locales, fue marcando durante casi dos décadas el negocio frutícola regional mientras, simultáneamente, quebraban o desaparecían decenas de pymes productoras y empacadoras. Se dirá que es la ley del mercado, pero lo que ha mostrado el mundo “desarrollado” en los últimos meses es una verdad elemental: el mercado se modela, se conduce, y el Estado es el actor y ejecutor que posee el poder político para ello. En caso contrario, el Estado colapsa y la mayoría de sus empresas y ciudadanos sufre las consecuencias económicas de su ausencia. China es un ejemplo de ello, Brasil lo es y, por supuesto, Estados Unidos, con objetivos y resultados diversos en cada caso, por cierto. La provincia de Río Negro ha venido construyendo diagnósticos de carácter técnico y débiles medidas que no han podido revertir el proceso descripto (aunque es dable reconocer la importancia de la sanción de la Ley de Transparencia Frutícola, que otorga defensas comerciales y jurídicas al productor, y el programa de agroinsumos PAR), ya que se trata de un Estado absolutamente endeudado y subadministrado que sostiene una parte sustancial de sus gastos corrientes en el empleo público. La anomia de las políticas públicas productivas o generadoras de emprendimientos bajo un proyecto de desarrollo es incontrastable, a pesar de contar con ingente legislación para impulsar un proceso contrario. Hoy la fruticultura muestra la pérdida de miles de chacareros de todos los tamaños y el retroceso productivo de la actividad se suplanta en algunos casos con producciones anuales o forrajeras de inferior valor económico –tanto productivo como tecnológico–, lo cual no surge claramente en los comparativos de los censos de 1993 y 2005 que pueden consultarse en la página web de la Secretaría de Fruticultura provincial. Esta tendencia ha tenido un acelerado impulso en los últimos diez años, evidenciando claramente que a partir del 2007 se produjo un quiebre de la rentabilidad acumulada por efecto de la devaluación cambiaria. Los datos del censo 2005 marcan que las unidades productivas en casi el 90% de las chacras no alcanzaba las 25 hectáreas, que la integración vertical (comercial, agroindustrial) del sector era prácticamente nula, al igual que la integración horizontal comercial (asociativismo en sus diversas formas jurídicas); que la gestión de la unidad productiva era personal en casi el 90% de los casos, que el asesoramiento técnico y comercial era de baja incidencia, que los medios informativos por los que se informaba el productor eran en un 90% la tevé, la radio y diarios y el financiamiento de la actividad rondaba el 90% a través de recursos propios. Esta información evidencia a las claras el diagnóstico general de los actores productivos y sus fuertes limitaciones para la subsistencia del negocio. La palabra define hoy a la fruticultura, para la abrumadora mayoría de los productores, incluso por supuesto los de más de 25 hectáreas (alcanzando con ellos al 95% de los operadores): se trata de una actividad de subsistencia sujeta exclusivamente a los vaivenes del tipo de cambio. Al bajar la marea de las grandes empresas receptoras de fruta que eran los testigos de la actividad (realizaban adelantos de dinero antes del inicio de la temporada y fijaban precios mínimos, fechas de pago, etcétera), las cuales parece que se han concentrado en la producción y comercialización propia, el desamparo se ha hecho más visible aún. Miles de productores deambulan ante la incertidumbre de qué hacer con la fruta. Su propia incapacidad para el agrupamiento, su individualismo, su divisiones y su carencia evidente de dirigencia han profundizado la magnitud del cuadro. Hace pocas horas el ministro de Producción dijo –luego de una reunión con productores que le manifestaron el posible retraso del inicio de la cosecha como medida de fuerza al no encontrar soluciones– que “no cosechar la fruta beneficia a los exportadores, elevando el precio de ella, (…) y que el mundo necesita de nuestra fruta”. Desconocer el funcionamiento del negocio que es uno de los pilares de la actividad productiva y social de la provincia conduce a incorrectas definiciones. El negocio de la fruticultura es altamente delicado para todos los operadores que están en él, por sus diversas variables y porque su mayor cantidad se coloca aún hoy a consignación. El mundo no requiere nuestra fruta, ya que muchos otros países producen nuestra oferta a costos menores; la fruta sobra y se busca fundamentalmente precio, el cual se define por los costos de producción. Esto se potencia con la gravísima situación económica y financiera que afrontan Europa y Estados Unidos, países que acumulan una parte sustancial de nuestra demanda externa. En su estamento menor –la producción– la fruticultura es altamente subsidiada en los Estados desarrollados y opera con bajo costo de mano de obra en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo, siendo altamente sensible a la variación cambiaria. Su importancia no es sólo económica sino social y poblacional: la agricultura en pequeñas unidades de carácter asociativo o familiar define pautas de conducta social, preserva identidades y organiza unidades de identidad cultural entre sus integrantes. La apresurada maniobra política del acuerdo de explotación agropecuaria con China pensada –como la reforma constitucional frustrada– para este año requiere cierto análisis, por su magnitud. El impacto económico, productivo, social y ambiental impone tomarse un tiempo moderado para consultar a diversos actores y evaluar sus implicancias. Definir una matriz productiva provincial no es poca cosa –considerando los miles de hectáreas en juego y los recursos acuíferos a utilizar–, más aún si no se informa la totalidad de los efectos del acuerdo: China negocia proyectos de colonización productiva y traslada mano de obra para encarar estos emprendimientos (África es un ejemplo de ello). Esto resulta entendible en su esquema de desarrollo, pero la Argentina podría perfectamente desarrollar sus actividades agropecuarias con escasas necesidades de financiamiento externo, ya que las mayores incidencias de inversión extranjera serían necesarias para otras actividades industriales y tecnológicas. Por supuesto que ello responde a una política nacional donde los Estados provinciales participen direccionando “su propio” proyecto de desarrollo. Pero no parece que encarar un proyecto de colonización productiva de baja intensidad de inversión para un país como el nuestro (que con todo respeto no es Sudán, Mali, Benin o Burkina Faso) sea lo conveniente en este momento de la historia en que, con inteligencia, gestión y una sabrosa caja fiscal disponible, podemos colocarnos en algunos años en una posición mundial de importancia dado que somos de los pocos países en el mundo que cuentan con recursos naturales, objeto de la gran batalla mundial de hoy. La fruticultura que conocieron nuestros abuelos hace casi cien años, motor de desarrollo económico y social, ha desaparecido y la que queda no asegura prosperidad alguna para la gran mayoría de sus operadores y menos para la provincia. No me caben dudas de que esta realidad puede cambiar, pero es cuestión de modificar decisiones de política económica y las que corresponden a los actores de la actividad, quienes alguna vez supieron hacerla próspera y duradera. (*) Abogado. Docente de la Facultad de Economía de la UNC
Darío Tropeano (*)
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