El fin de la irresponsabilidad

Por Rolando Citarella (*)

La crisis argentina, más que económica y política, es ideológica y cultural. Y es, quizás, peor que aquéllas. La dirigencia política argentina, particularmente la de los partidos mayoritarios (radicales y justicialistas), todavía no logra digerir el fin del híbrido sistema estatista argentino (la famosa Tercera Posición), que pudimos mantener hasta la «híper» del «89.

Al igual que los países del este europeo, la Argentina del «89 necesitaba cambiar drásticamente el sistema, lo cual implicaba virar 180 grados, o bien desaparecía. Vendiendo empresas deficitarias, estabilizando la moneda y con la promesa, además, de que junto con esas transformaciones vendrían la reforma del Estado, la reforma laboral, las desregulaciones, la seguridad jurídica y el equilibrio fiscal a largo plazo, el país logró generar confianza y así consiguió que le prestaran nuevamente.

Lamentablemente, esas otras reformas y promesas quedaron en los papeles y, al igual que otras veces, se perdió otra década. Dicho en otras palabras, en lugar de girar 180 grados, sólo lo hicimos en 90. Y esta media curva, al igual que la dirección que traíamos antes, no nos lleva a ningún lado.

Nuestra dirigencia, que se hizo y vivió con la vigencia de aquel sistema, hoy está en una situación incómoda. Es un trago amargo renunciar a las ideas, aunque la realidad esté indicando que no hay forma de que funcionen en la práctica. Los Alfonsín, los Moreau, los Storani, los Duhalde, los Ruckauf, los Alvarez, los Fernández Meijide, etc. claramente no aceptan la economía de mercado, a la que alegremente denominan «capitalismo salvaje», a pesar de estar vigente en los treinta países más desarrollados del mundo.

Pero lo más grave es que no ofrecen nada mejor que ese «salvajismo». Lo de ellos es un montón de expresiones de deseos y, obviamente, cuando les toca gobernar y no las pueden alcanzar, o gobiernan a regañadientes o bien renuncian. Eso sí, en cualquier caso, lo hacen echando culpas a los mercados, a los bancos, a los economistas, al Fondo Monetario, al capital, etc.

La ideología y cultura de estos políticos los hace comportarse en forma característica:

1) Actúan bajo determinadas premisas, tales como: «Esto no se puede dejar de hacer»; «la economía no puede estar por encima de las decisiones políticas»; «de algún lado saldrá la plata»; etc. Claro, el problema es de dónde sale la plata. Si lo hiciera de la recaudación genuina de impuestos, la cosa no sería tan problemática. Pero en el caso nuestro no ha sido así. Nos gastamos los pasillos del Banco Central, los aportes previsionales, la emisión de dinero y cuanta plata prestada hemos conseguido. Y eso tiene un límite, el cual hoy parece que hemos alcanzado.

2) Son irresponsables a la hora de gobernar y, en consecuencia, viven pidiendo plata prestada. Pero resulta que cuando llega la lógica hora de ajustarse para poder pagar, pretenden hacer aparecer a los acreedores como los culpables del ajuste.

3) No pueden hacer funcionar eficientemente a las empresas (entre otras cosas, por falta de idoneidad de los funcionarios que ellos ponen y estatutos laborales permisivos, que ellos mismos sancionan). En consecuencia, llega un momento terminal en que tienen que venderlas. Pero luego, cuando ven que bien administradas son minas de oro, ya las quieren estatizar nuevamente, o al menos, cambiar las reglas de juego establecidas a priori.

4) Defienden a muerte (aunque sólo con la palabra) la educación y la salud pública, pero con su accionar impulsan su privatización, ya que las desfinancian para destinar los recursos públicos a otros fines y establecen regímenes estatutarios que hacen imposible una prestación eficiente de los servicios.

Bajo estos comportamientos, no es extraño que hoy estemos en credibilidad al mismo nivel de países africanos. Ahora hay que gobernar en serio. Gobernar con lo que se tiene y, además, pagar la deuda generada durante años de desatino. Retomar el camino del crecimiento será todo un desafío. Para ello debemos completar el giro de 180 grados y ponernos en la misma dirección de los países que funcionan y crecen. La alternativa es el caos y el destino incierto.

(*) Economista


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