El fin de la modernidad

La Modernidad es nuestra época, un período típico de Occidente que empezó con el Renacimiento y el fin de la teocracia medieval cristiana, a pesar de que, a través de la Inquisición, todavía se hizo sentir hasta el siglo XIX y aún subsiste en ciertos círculos. Entre nosotros, es la Iglesia Católica, que tardó 500 años en reconocer que se equivocó con Galileo y cerca de dos mil en absolver a los judíos del crimen de deicidio por el que tuvieron que sufrir inenarrables persecuciones y escarnios. En los países anglosajones, especialmente en los EE. UU., ahora son los fundamentalistas cristianos que insisten en tomarse la Biblia en forma literal. Las «verdades» reveladas necesariamente son enemigas de la verdad tal como lo entiende la ciencia, la comprensión racional del mundo, uno de los grandes logros de la modernidad. Tampoco se debe desdeñar el impresionante mejoramiento de las condiciones de vida de gran parte de la humanidad, aunque nuestra sociedad es aún muy injusta.

No solemos hacernos una imagen muy detallada de los modos de vida de las inmensas mayorías humanas antes del Modernismo que reivindicamos. En la Edad Media cristiana, como en casi todos los demás sistemas político-religiosos imperantes en los tiempos premodernos, una ínfima parte de la población se quedaba con todo el producto social y las grandes masas sufrían hambre, además de humillaciones sin fin y sin respuesta posible so pena de muerte, sin posibilidades de defensa. El indigente más pobre de la actualidad, con la segura excepción de grandes territorios de Africa, vive mejor que sus antepasados medievales, lo cual sin embargo no agrega justicia al creciente abismo social presente. Más de una vez aquellos pobres se levantaron en armas, con hoces y furcas contra arcos y flechas y espadas blandidas por soldadesca en armaduras, porque preferían la muerte rápida a manos de los caballeros y sus mercenarios a la lenta inanición. Agréguense a eso las epidemias como las de peste bubónica, el derecho de pernada de los señores y la sumisión absoluta de la mujer al hombre y se tendrá un cuadro bastante tenebroso, a pesar de las ocasionales luminarias filosóficas que vivían en algunos conventos y algunos de los cuales sentaron las bases de la Modernidad.

La Modernidad, que empezó a imponerse en Occidente en el siglo XV, implicó muchas cosas que a nosotros nos parecían definitivamente adquiridas: la libertad de pensamiento, ciertos derechos cívicos, cierta seguridad jurídica. La Modernidad implicó la racionalidad en el pensamiento, la cual condujo a una expansión insólita de la ciencia, y el retroceso del pensamiento mágico. Condujo al conocimiento geográfico de toda la tierra y al concepto de los derechos humanos, por primera vez enunciados por la Revolución Francesa. Produjo la democracia, la alfabetización, la libertad de pensamiento, el florecimiento de la filosofía, de las artes ya no limitadas por cánones estrechos. También condujo al capitalismo y la acumulación primitiva de capitales, en buena medida sobre la base de la piratería y de otras formas de expoliación como la esclavitud.

La Modernidad fue también la época del florecimiento del hombre fáustico, aquel que podía manejar las fuerzas de la naturaleza y a ésta misma, así como a todos los demás pueblos que fueron colonizados en diversas medidas en su propio beneficio, mientras que la religión fue, sin embargo, considerada en medida creciente como perteneciente al ámbito privado.

La Modernidad tuvo como uno de sus acompañantes fundamentales el capitalismo, que revolucionó la tecnología y produjo una explotación brutal de la fuerza de trabajo del proletariado. Sin embargo comenzó a dar pasos cada vez más gigantescos en la dirección de la satisfacción de necesidades reales o imaginarias de cierta parte creciente de la humanidad, incluidos los proletarios, gracias a sus propias luchas de emancipación. La teoría decía que, en ese sistema, el progreso de cada uno sólo dependía de su propia iniciativa, aunque es evidente que esa iniciativa no siempre estaba de acuerdo con los principios morales que se predicaban. El capitalismo y la Modernidad progresaron en Occidente, mientras que en el resto del mundo predominaban sistemas premodernos, que fueron brutalmente atacados por aquellos en la intrínsecamente necesaria expansión de sus mercados. Así nació primero el colonialismo y luego lo que hoy conocemos como globalización, sobre todo la de los capitales y de las aspiraciones, aunque no de la Modernidad con sus ideales democráticos.

En la actualidad, lo mejor de la Modernidad está gravemente amenazado y las ideas de aquellos que nos identificamos con muchos de sus ideales están en peligro de desaparecer. Eso es lo que, con bastante ligereza, ha sido bautizado por algunos filósofos como el «postmodernismo». Pero aquello a lo que ellos se referían, el cuestionamiento de la superioridad occidental, por ejemplo, aún forma parte de la Modernidad.

Es ahora que la Modernidad y la humanidad misma están amenazadas por dos peligros de índole muy diversa, aunque ambas tienen matices teológicos. A pesar de ciertas aristas teológicas, el primero de estos peligros no tiene nada que ver con la espiritualidad: se trata de la elevación del dinero a la categoría de divinidad, a la cual se pueden hacer todos los sacrificios a través de un consumismo desenfrenado. Se amenaza así no sólo la humanidad de los humanos sino que se puede poner en peligro aún la subsistencia de la humanidad misma por el deterioro ecológico. Es la codicia la que inspira la prevalencia de estilos de vida incompatibles con los recursos de que la tierra dispone, salvo que se limite la bienaventuranza a una minoría. De hecho es lo que ocurre, pero los grandes países subdesarrollados, India y China ya no aceptan esto: aspiran a lograr el nivel occidental y eso es manifiestamente insostenible ecológicamente. Ya sin ese fantasma, la codicia actual pone en peligro el equilibrio climático del planeta y, con ello, la supervivencia de miles de especies vivientes, entre ellas gran parte de la nuestra. La única alternativa sería un cambio completo en nuestro estilo de vida, una poco probable revolución moral y material completa. Al materialismo consumista no se opone una caída de los ideales de conocimiento de la Modernidad y un alarmante crecimiento de los aspectos más totalitarios y antimodernos del fundamentalismo cristiano, en especial en los EE. UU. Y si antes la gente no sabía leer, ahora los medios masivos manipulan la información. El otro peligro al que se ve sometida la Modernidad es más publicitado: es el fundamentalismo y fanatismo de sectas islámicas que son muy minoritarias aún dentro del islam pero extremadamente violentas y militantes, que quisieran conquistar para sí el dominio de gran parte del mundo, haciendo verdad aquello de que el islam sea la última y definitiva de las tres religiones monoteístas, destinada a traer a todos los humanos bajo su ley.

La palabra islam significa sumisión a Dios o a sus autoasumidos representantes, de modo que es, en su esencia, antimoderna aunque no renuncia a los productos de la modernidad, como las armas de destrucción masiva. La estructura mental de este enemigo es muy distinta de la nuestra y por eso, en Occidente, el islam siempre fue «el otro» con el cual se combatió durante siglos. Sería trágico que recayésemos en el «choque de civilizaciones» que predicen algunos en ambos lados de esta barrera creciente de violencia. A pesar de las críticas que se le hacen, Israel es un ejemplo de esta lucha. Es muy difícil enfrentar a un enemigo que no respeta su propia vida ni la de sus congéneres más que como medio de propaganda y que idealiza el martirio y no la vida. En años anteriores, el enfrentamiento entre los bloques de la URSS y Occidente no condujo a un choque mayor, porque todos valorizaban su propia vida y no estaban dispuestos a ir al martirio. Este dato estratégico elemental ahora ya no se puede dar por sentado. No es seguro que Irán no usaría sus armas nucleares aunque pereciera en el intento. Así como Al Qaeda, no sólo no retrocede ante la masacre de civiles inocentes sino que hace de esta masacre parte esencial de su estrategia, como en las torres gemelas y lo que al parecer fue apenas evitado en Londres. Ante esta violencia, aquella desatada por Occidente es de una simetría alarmante. Ambos peligros amenazan la modernidad de diversos modos y algunos de ellos se combinan.

Por ejemplo, las libertades cívicas sufren ante el peligro del terrorismo y ya se nota la manera en que la sociedad estadounidense se acerca a una forma especial de fascismo. La ciencia sufre ante la codicia ya que muchos resultados científicos pasan directamente a engrosar los acervos vendibles de las grandes empresas, mientras un tercio de la humanidad sufre enfermedades curables pero no pueden comprar los medicamentos porque su venta responde a intereses privados ajenos a los de la humanidad como tal. Igualmente, en la parte rica del mundo se consumirán pronto aceites comestibles para mover vehículos, mientras que un tercio de la humanidad sufre hambre. Y a esos hambrientos les habla la voz tentadora del absolutismo religioso, ya que los terroristas, hombres fanáticamente religiosos, resuelven algunos problemas de la vida diaria que los sistemas estatales ni siquiera encaran salvo en caso de catástrofe.

Hay aún más peligros para la sociedad moderna. Se observa una triple desidia: la renuncia a la democracia al votar en cada vez menor proporción, lo cual evidentemente favorece a los extremismos militantes y la corrupción estimada inevitable. Además, cada vez nacen menos niños «modernos», con lo que tiende a disminuir la población autóctona, en beneficio de los inmigrantes de otras culturas, que no son modernas y constituyen una invasión comparable a las de la Edad Media.

No quiero que este comentario suene a racismo, pero es un hecho el que la mayoría de las culturas extraeuropeas son premodernas. Nadie puede saber a qué puede conducir todo esto. Habrá que releer la novela «1984». Uno se puede equivocar en unas décadas, y aun de enemigo.

 

TOMAS BUCH (Físico-químico).

Especial para «Río Negro»


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