El futuro no es lo que era

JAMES NEILSON

Las cifras son alarmantes. Acaba de informarse que en Italia más del 20% de quienes tienen entre 15 y 29 años no estudian ni trabajan. O sea, vegetan. En España, la tasa de desempleo juvenil supera el 40%, sin que haya esperanza de que se reduzca en los próximos meses. En el Reino Unido, Francia y Estados Unidos ronda el 20%. ¿Y en la Argentina? Parecería que por lo menos un millón de jóvenes está en una situación similar. Sociólogos hablan de “la generación de los Ni-Ni”, presa de “la inseguridad vital”. Para algunos son zánganos, holgazanes que en efecto se han jubilado antes de empezar. Puede que muchos lo sean, pero no es difícil entender el desánimo que tantos sienten frente a un panorama que desconcierta hasta a los analistas más célebres. Hace apenas un par de décadas el mundo del trabajo aún se asemejaba a una burocracia. Estaba tan ordenado que el principiante se creía capaz de prever lo que el futuro todavía lejano le depararía. Pero entonces todo cambió. Aprender un oficio ya no garantiza nada: la próxima novedad tecnológica podría eliminarlo, descolocando a una cantidad enorme de personas bien preparadas. Empresas grandes y chicas están ensayando nuevas modalidades, convirtiéndose en partes de redes en evolución constante a fin de aprovechar mejor las oportunidades brindadas por la globalización para reducir al mínimo los costos laborales. Para abrirse camino hay que ser flexible, estar dispuesto a reciclarse una y otra vez, pero la verdad es que sólo una minoría se siente estimulada por la incertidumbre resultante. Desde comienzos de los años setenta, cuando el aumento fulminante del precio del petróleo asestó un choque aleccionador a los países ricos, los preocupados por las consecuencias de la llegada de lo que llamarían la economía del conocimiento coinciden en que “la solución” para los problemas planteados por el progreso tecnológico combinado con la irrupción de China y, de manera menos espectacular, la India, provendría forzosamente de la educación. Con optimismo, en algunos países el gobierno, comprometido con el igualitarismo pero también consciente de lo necesario que sería contar con una reserva de personas bien calificadas, decidió que casi todos los jóvenes deberían poder conseguir un diploma universitario. Muchos beneficiados por la inflación académica así supuesta han esperado disfrutar de las mismas oportunidades que los universitarios de generaciones anteriores, cuando muy pocos se graduaban. De más está decir que la mayoría se ha visto frustrada. Entre las causas de la revuelta que obligó al ya ex dictador tunecino Ben Ali a poner pies en polvorosa está una política educativa relativamente exitosa. Durante años el régimen invirtió el 7% o más del producto nacional en preparar a los jóvenes para enfrentar los desafíos planteados por el muy competitivo mundo moderno. Según las cifras oficiales, casi eliminó el analfabetismo. Una consecuencia fue la caída en picada de la tasa de natalidad; las mujeres tunecinas actuales son tan reacias a procrear como las españolas e italianas, lo que obligará a un país pobre a enfrentar el drama del envejecimiento que tanta angustia está provocando en los países ricos. Otra ha sido una cantidad enorme de jóvenes debidamente diplomados sin un empleo digno ni la posibilidad de encontrar uno. La revuelta cobró fuerza cuando un joven, pertrechado de un diploma en informática, se quemó a lo bonzo luego de que la policía le impidiera seguir vendiendo verduras y frutas; como muchos otros, tanto en Túnez como en la Argentina y otros países, no le había quedado más alternativa que resignarse a vivir de changas en la economía negra. Puesto que buena parte de la juventud tunecina entendía muy bien por qué Mohammed Buazizi se había suicidado, su muerte dolorosa desató un estallido que, además de poner fin al régimen de Ben Ali, tendría repercusiones fuertes en Marruecos, Mauritania, Argelia, Egipto y Jordania, donde las condiciones socioeconómicas no son tan distintas. Los países árabes no son los únicos que no saben cómo aplacar a una generación de jóvenes mejor educados que sus progenitores pero así y todo incapaces de encontrar los empleos que habían previsto. En todas partes la complejidad creciente de los procesos económicos ha tenido el efecto perverso de marginar a franjas cada vez más amplias conformadas por quienes no poseen las aptitudes, conocimientos o vínculos personales exigidos por el mercado laboral. Tal y como sucede en el mundo del deporte, una pequeña elite puede ganar muchísimo dinero, pero los del montón han de resignarse a ingresos llamativamente inferiores. A su modo, es lógico: cuando el mandamás de Apple, Steve Jobs, anunció que tomaría licencia por enfermedad, el valor de las acciones de la empresa cayó abruptamente, llevando consigo más de mil millones de dólares; de alejarse cualquier otro empleado, las bolsas no se darían por enteradas. Asimismo, para conseguir los servicios de Carlos Tevez por un rato, el Real Madrid tendría que pagar aproximadamente 40 millones de dólares a Manchester City, pero futbolistas menos dotados le costarían una fracción escuálida de dicha suma. Ningún país puede negarse a participar de la competencia económica anteponiendo el pleno empleo a la eficiencia. Algunos, entre ellos la Argentina, han podido resistirse a cambiar porque, como exportadores de materias primas y productos del agro, han gozado de años de crecimiento macroeconómico vigoroso; caso contrario, los gobiernos se hubieran visto constreñidos a tomar medidas destinadas a impulsar la modernización de la industria y los servicios. Es lo que está sucediendo en Europa y Estados Unidos, donde escasean los tentados por la idea humanitaria de que convendría más adaptar la economía a la fuerza laboral que efectivamente existe. La mayoría insiste en que, para seguir prosperando, será necesario que quienes cumplen funciones en la economía adquieran conocimientos cada vez más sofisticados, algo que para muchos es francamente imposible. Así, pues, propenden a proliferar las personas que, a pesar de haber coleccionado los diplomas que supuestamente les asegurarían una ocupación a la altura de sus expectativas, se saben económicamente superfluas. ¿Cómo reaccionarán los marginados por el progreso cuando se hayan dado cuenta de que “la normalidad” de antes se ha ido para siempre? Se trata de un interrogante que pocos han querido plantear.

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