El gran hermano

Por Gerardo Bilardo

Un proyecto de programa televisivo para filmar durante todo el día las actividades públicas y privadas que realiza el gobernador, un intendente, los ministros o diputados no funcionaría aquí ni en ninguna otra parte. No sería posible realizarlo, ni aun suponiendo que en esta provincia existiera un empresario interesado en embarcarse en la loca idea de financiar un producto regional al estilo de «Gran hermano» o «El Bar».

En el muy lejano caso de que a alguien se le ocurriera poner en marcha una idea semejante, el pronóstico no puede ser otro que el de un estrepitoso fracaso. Una razón tan clara como contundente abortaría la propuesta: en la política actual ningún funcionario se presentaría al casting convocado por la producción.

Aunque disparatado y materialmente imposible de llevar a cabo, un invento de estas características permitiría, en el caso de Neuquén, conocer, por ejemplo, la cifra que se negoció para que el pianista Raúl Di Blasio recorra los escenarios de esta provincia y cuáles son las verdaderas motivaciones que empujaron a un gobierno a incursionar en el negocio del espectáculo, una actividad tan propia de los empresarios privados como alejada de las funciones que tienen aquellas personas a las que se les delegó la tarea de administrar el Estado. Por si hace falta aclararlo, a Di Blasio lo contrató la fundación del Banco de la Provincia de Neuquén, una entidad que se financia con el aporte y el esfuerzo de los ciudadanos.

Las cámaras de televisión, colocadas preferentemente en despachos oficiales, podrían seguir paso a paso el contenido de diálogos que mantienen los funcionarios, discusiones que luego terminan en decisiones importantes, como cuando se convoca a una millonaria licitación o se entregan créditos con el dinero de todos y después no se cobran.

Esta suerte de ventana indiscreta, al estilo de la creación de Alfred Hitchcock, permitiría conocer el contenido de una charla previa a la firma de un contrato que se celebra en forma directa con una empresa privada para realizar alguna obra. Y más aún, los espectadores podrían haber enriquecido su conocimiento sobre lo que significa la llamada alianza estratégica que el gobierno asegura haber trabado con Repsol-YPF, tras la firma del acuerdo que benefició a la petrolera española que obtuvo la extensión de la licencia para la explotación del yacimiento Loma de la Lata, el peso pesado del país en materia de reserva de gas.

En el modelo propuesto, el supuesto interés que despierta en la platea televisiva una propuesta tan banal como observar cada detalle de la vida privada de un grupo de personas reunidas bajo un mismo techo -la base del también supuesto éxito que tienen los programas denominados «reality show»-, sería reemplazado por un objetivo de mayor importancia. El ojo avizor, en este caso, se transformaría en una enorme pantalla que daría plena transparencia a los actos de gobierno.

Las cada vez más difundidas cámaras ocultas perderían sentido. Y de producirse un acto de corrupción en el Estado, el suceso sería tan público que aquellos funcionarios que cometieran un delito estarían firmando una segura sentencia de muerte en su carrera política.

Este programa aún no creado y huérfano de padre y nombre funcionaría como el llamado «telebeam» de los domingos a la noche, cuando ya cayó el telón del espectáculo del fútbol y la cámara de televisión se une a la computadora para confirmar o destruir la opinión de un árbitro en la jugada clave de algún partido.

Un control posible con tecnología actual, y que no ha afectado la privacidad de los funcionarios, es el que se practica sobre la ruta que siguen por Internet un grupo de empleados en el Estado neuquino, adictos a la red y proclives al ocio en horario de trabajo.

La sorpresa de la semana fue la noticia publicada por este diario sobre el seguimiento que realiza personal de la dirección provincial de Informática para conocer el destino que le dan los 750 usuarios que disponen de claves para navegar por Internet desde las oficinas públicas.

La tarea de vigilancia dejó al descubierto un uso intensivo de la red y una descontrolada tendencia a recorrer páginas pornográficas, de chistes, juegos y otras por el estilo. Las autoridades decidieron terminar con este asunto y bloquearon los accesos a las direcciones de las páginas preferidas por los trabajadores.

Aun así, la batalla emprendida contra el consumo de pornografía dentro del Estado es desigual y no da tregua. Los usuarios se las ingenian para hallar nuevos sitios de recreo y los celadores deben revisar diariamente el viaje virtual que emprende cada empleado para cerrarle el camino.

Los agentes públicos tampoco pudieron escapar al hechizo de la tevé. Los sitios en Internet que difunden en forma completa programas como «Gran Hermano» eran frecuentados desde las oficinas, tanto o más que las páginas pornográficas. Por supuesto que los empleados podían ver a un «Gran hermano» posible, una propuesta descomprometida aunque cautivante para los fisgones modernos.


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