El imperio imaginario
Por James Neilson
Aún dicen que es «aburrido», pero también dicen que es honesto, austero y todo un estadista, el tipo de hombre que habla de igual a igual con los líderes de los países más poderosos del mundo, que se siente a sus anchas en Davos y en el bar de la esquina, en resumen, un muy digno representante de la Argentina tal como realmente es. Pero, ¿quiénes lo dicen? En primer lugar, los asesores de imagen del presidente. Estos han decidido que sería un error imperdonable creer que todo terminó con el ajustado triunfo electoral del año pasado. Convencidos de que es deber del buen gobernante venderse todos los días, están resueltos a asegurar que la imagen del presidente Fernando de la Rúa conserve toda su frescura prístina hasta diciembre del 2003, fecha en que, por mandato constitucional, tendrá que entregar las llaves de la Casa Rosada al poseedor de otra imagen, la cual, esperan, no será demasiado distinta de la actual.
Aquí, la idea de que el cuidado de la imagen presidencial es casi tan importante como lo que el dueño efectivamente hace no es exactamente nueva, pero aunque los políticos locales, lo mismo que sus equivalentes de las demás latitudes, siempre han sido tan vanidosos como actrices y muchos han manifestado un interés obsesivo por su apariencia, hasta ahora los esfuerzos por proyectar una imagen determinada de incluso los más conscientes del poder de los medios han sido notoriamente desprolijos. A juicio de los profesionales, aquella actitud informal ya pertenece al pasado.
En su opinión, los gobiernos tienen que prestar tanta atención a su imagen como cualquier multinacional, de ahí la proliferación de consultoras que se dedican a sondear a la gente sobre sus preferencias y la voluntad de los gobernantes de hacer lo posible por difundir la impresión de que ellos también comparten las mismas inquietudes.
Los pioneros fueron los norteamericanos, pero hoy en día los auténticos profesionales cuando se trata de vender gobiernos como si fueran candidatos aún en campaña son los asesores de imagen del primer ministro británico Tony Blair.
Sin flaquear un solo momento, estos especialistas en publicidad procuran controlar todos los detalles para que sus compatriotas tengan presente que su gobierno es un dechado de eficacia y de sensibilidad social. Para lograr su objetivo no se limitan a arreglárselas para que siempre haya cámaras prendidas por si se producen oportunidades fotográficas. También son duchos en el arte de entregar a los medios una dosis diaria de noticias en la forma de cumbres, discursos impactantes, anuncios y estadísticas hábilmente presentadas, todo lo cual les permite manejar la agenda periodística, eligiendo los temas de debate y asegurando que la tesis oficial sea defendida con soltura por ministros bien preparados.
La obsesión por la imagen de Blair y su equipo sería muy peligrosa si sólo se tratara de un bombardeo propagandístico incesante destinado a ocultar una realidad escandalosa, tal como sería el caso en una dictadura, pero en un contexto democrático está resultando ser muy positiva.
Después de todo, los blairistas no pueden darse el lujo de alejarse demasiado de lo que proclaman ser. Frente a cualquier lapso, el jefe se siente obligado a reaccionar enseguida, antes de que los medios hayan tenido el tiempo suficiente como para aprovechar la discrepancia entre lo que el gobierno quiere hacer pensar y la realidad. De este modo, el culto al marketing – es decir, a las apariencias -, que es una de las características más notorias del «neolaborismo» británico, ha contribuido a mejorar la calidad del «producto», cumpliendo a su manera el papel que en otras épocas desempeñaban, al menos en teoría, las ideologías o las creencias religiosas. Puede decirse que en verdad el deseo de impresionar bien a los demás es tan viejo como el mundo y que ha sido uno de los motores principales, acaso el más potente, del progreso de nuestra civilización, pero lo nuevo es que gobiernos democráticos lo han asumido con naturalidad, encargando a equipos de profesionales bien remunerados la tarea de defender la imagen que más les gusta contra los tentados a modificarla.
Puede que el afán de los delarruistas por emular a sus compañeros de la «tercera vía» tenga consecuencias similares a las logradas en el Reino Unido. Por estar tan preocupados por su imagen, distintos miembros del gobierno de la Alianza ya se han dado el trabajo de ponerse en contacto con sus críticos para explicarse y, en ocasiones, para tomar medidas encaminadas a convencerlos de que sus reparos originales no se justificaban.
Asimismo, es de suponer que a esta altura De la Rúa no vacilaría un instante en despedir a un funcionario sospechoso de estar enriqueciéndose a costa del país.
¿Lo haría por ser un puritano riguroso o por temor a que su imagen quedara irremediablemente manchada? La respuesta a este interrogante, si fuera posible encontrarla, sería menos importante que el hecho de que por los motivos que fueran el presidente estuviera dispuesto a tomar la corrupción en serio y a actuar en consecuencia.
Los regímenes totalitarios aspiraban a reemplazar la realidad por otra imaginaria, «liquidando» a quienes se animaban a cuestionar su versión. Los gobiernos democráticos, en cambio, sólo pueden pensar en esta alternativa en momentos de borrachera o de ofuscación. Si dan prioridad a la imagen, lo único que pueden hacer cuando ésta se hace antipática es procurar mejorar la realidad. Así, pues, lo que muchos tomarían por una manifestación impúdica de la falta de sinceridad de los profesionales de la política puede convertirse en una fuerza decididamente más constructiva que las convicciones ideológicas o el orgullo personal.
Otra ventaja muy significante de la propensión del gobierno delarruista de comportarse como si las elecciones de octubre no fueran sino un hito más de una campaña sin fin consiste en que sus integrantes se sienten constreñidos a informar a la ciudadanía sobre sus propósitos y sus logros. No es un asunto menor en un país en el que millones tienen motivos de sobra para sentirse abandonados a su suerte.
En efecto, podría argüirse que en la raíz del desastre socioeconómico del país está la sensación difundida de que a los gobernantes sencillamente no les importa un bledo lo que le sucede a la mayoría de sus compatriotas. Pues bien, si los asesores de imagen advierten a los delarruistas que a menos que tomen ciertas medidas concretas su imagen se vería perjudicada por una prensa siempre deseosa de sacar provecho de cualquier contradicción que detecte, no tardarían en evaluarlas.
Mucho depende de la imagen que uno quiere proyectar. Pero mientras que la menemista se basaba en el «carisma» de un jefe que confía en la «lealtad» eterna de los más pobres y que andando el tiempo parecería creerse más allá del bien y del mal, la delarruista es más ambiciosa. Por ser cuestión de un presidente de «carisma» reducido, De la Rúa no puede intentar solucionar sus problemas de imagen bailando con odaliscas, jugando básquet con gigantes o disfrutando símbolos de opulencia.
Lo mismo que un mandatario europeo, tiene que intentar impresionar por su eficacia, lo cual es un buen incentivo para que se esfuerce al máximo para ser genuinamente eficaz. He aquí una razón por la cual el gobierno aliancista tiene en mente rejerarquizar el Estado y presionar a las empresas sucesoras de los monstruosamente inoperantes monopolios públicos a mejorar mucho los servicios que están prestando. ¿Actuaría con el mismo vigor si hubiera una forma más sencilla de congraciarse con la gente? Puede que sí, pero pocos se arriesgarían apostando mucho a ello.
Aún dicen que es "aburrido", pero también dicen que es honesto, austero y todo un estadista, el tipo de hombre que habla de igual a igual con los líderes de los países más poderosos del mundo, que se siente a sus anchas en Davos y en el bar de la esquina, en resumen, un muy digno representante de la Argentina tal como realmente es. Pero, ¿quiénes lo dicen? En primer lugar, los asesores de imagen del presidente. Estos han decidido que sería un error imperdonable creer que todo terminó con el ajustado triunfo electoral del año pasado. Convencidos de que es deber del buen gobernante venderse todos los días, están resueltos a asegurar que la imagen del presidente Fernando de la Rúa conserve toda su frescura prístina hasta diciembre del 2003, fecha en que, por mandato constitucional, tendrá que entregar las llaves de la Casa Rosada al poseedor de otra imagen, la cual, esperan, no será demasiado distinta de la actual.
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