El joven Sábato y el Universo
por HECTOR CIAPUSCIO
Especial para «Río Negro»
El más temprano de los libros del escritor que ahora se reeditan en forma de una empresa compartida entre «La Nación» y el Grupo Planeta fue publicado por «Sur» en 1945. Lo tituló «Uno y el Universo» y marcó un momento crucial en su parábola de vida: la clausura de la actividad científica y la iniciación de una carrera literaria. Sábato, ahora casi de 95, venía en sus treinta años de la físico-matemática, el surrealismo y la ilusión comunista; en esta obra comenzará a reexaminar en ensayos y aforismos sus ideales de juventud. Así, sin arrepentirse de ellos, dejará en este libro austero un esbozo de lo que configurará después una señera trayectoria literaria con la cumbre de «Sobre Héroes y Tumbas» en 1961. Su gesto más importante en este temprano «Uno y el Universo» se relaciona con la ciencia pero insinúa la clave de toda su filosofía existencial.
En 1944 completó la redacción de este libro en el que da cuenta de su decisión de abandonar «las altas torres que divisé en mi adolescencia» y consagrar su vida a la literatura. Luego de durísimas instancias espirituales había llegado a la conclusión de que la ciencia estricta, la ciencia matematizable, es ajena a todo lo más valioso para el ser humano: sus emociones, sus sentimientos de arte o de justicia, su angustia ante la muerte(1). Lo obsesionaba el universo abstracto creado por la ciencia y sentía horror por la cosificación del hombre en el mundo moderno. Como expresará más tarde repetidamente, una ciencia sin conciencia había conducido a un fantasma matemático de la realidad mientras el capitalismo nos llevaba a una sociedad de hombres-cosas. Así vivimos el fin de una civilización tecnolátrica de la que la ciencia es culpable en grado sumo.
El libro reveló para muchos a un gran escritor. Lo premió la municipalidad de Buenos Aires y obtuvo la faja de honor de la SADE. Waldo Frank, el norteamericano amigo y mentor de la elite literaria porteña, juzgó en cálido elogio consagratorio que era una obra de arte y su prosa resultaba comparable sólo «a la del admirable Borges».
La entropía
Hay una relación curiosa, pertinente en un comentario de este libro, dentro de la biografía sabatiana. En el propio tiempo en que redactaba «Uno y el Universo» persistían otros tironeos en la mente del autor. Había hecho su doctorado, trabajado en el Instituto Curie de Francia y en el MIT de Estados Unidos y, entretanto, se había ilusionado con una investigación en la que proponía nada menos que una nueva fundamentación epistemológica de la termodinámica, un intento que no disgustó a maestros que lo animaron a seguir. Lo que pretendía demostrar con su investigación nos aparece como un símbolo de lo que palpitará siempre en su filosofía de vida y su larga pasión intelectual. Quería probar, rectificando principios básicos de la física, que la clásica fundamentación de la energética era equivocada, que el Segundo Principio de la termodinámica (el que rige la degradación del universo y no el que establece la conservación de la energía aceptado universalmente como el Primero) es en realidad el primordial. Este principio, explicará, nos señala que el Universo marcha hacia su muerte térmica; no habrá posibilidad de mover un tren, ni un auto, no crecerán las plantas, no habrá animales, ni hombres, ni cultura. Según este principio «estaremos al final del proceso en un vasto y formidable Cementerio Cósmico».
La suerte de esta idea fue contada por él mismo en un documento que, por poco conocido y por involucrar a testigos importantes, vale la pena referir. Mientras cursaba su doctorado en La Plata esbozó la idea a dos de sus profesores pero obtuvo finalmente un consejo de prudencia: la termodinámica es una de las ramas más perfectas de la física y era poco probable innovar en ella. Después convenció a un tercero y pudo elaborar un bosquejo aceptable. Ilusionado, llevó la idea a París en 1938 y allí el gran profesor Paul Langevin «al sólo anuncio de lo que pretendía no me oyó más: que un salvaje de la América del Sur viniese a rectificar el fundamento de la Energética». Mejor acogida tuvo después mientras convivía en el ambiente del Observatorio Astronómico de Córdoba con dos egregios maestros que fueron sus camaradas: Guido Beck y Enrique Gaviola. Refirió Sábato que Beck, un gran científico austríaco refugiado aquí, al escuchar en 1943 sus ideas sobre energética que le parecieron importantes, lo alentó –lamentándose al mismo tiempo de su deserción de la física atribuible según él a «la ligereza sudamericana»– a que dejara de algún modo terminada su teoría.
Los avatares de esta idea audaz y ella misma no son, a esta altura de las cosas, más que una anécdota. Lo que resulta sin embargo significativo es la correspondencia de esa convicción temprana del gran escritor sobre la primordialidad de la entropía con el talante pesimista, angustiado y obsesivo de buena parte de las magistrales expresiones literarias que nos entregó a partir del lejano y seminal «Uno y el Universo».
(1) Hay una confesión autobiográfica de un científico genial que sirve para dar referencia a este cambio opuesto de nuestro compatriota. Escribió Albert Einstein luego de leer poesía de Virgilio: «Este libro me muestra claramente qué era aquello de lo que hui cuando me vendí en cuerpo y alma a la ciencia: fue la huida del Yo y del Nosotros al Ello».
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