El liderazgo carismático

Max Weber ha sido uno de los intelectuales más lúcidos del siglo pasado. En diversos textos escritos alrededor de 1918 describió un tipo de liderazgo, que denominó carismático, en el que refleja el precio que una parte de la ciudadanía debe pagar por someterse a un tipo especial de líder. Es llamativo comprobar cómo opiniones vertidas hace 90 años gozan de enorme actualidad en la Argentina de hoy.

Una de las consecuencias del liderazgo carismático es la despersonalización y la pérdida de opiniones propias -la pérdida del alma- de los partidarios del líder. «La dirección de los partidos por jefes plebiscitarios determina la desespiritualización de sus seguidores, su proletarización espiritual. Para ser aparato utilizable por el caudillo han de obedecer ciegamente, convertirse en una máquina… no sentirse perturbados por pretensiones de tener opinión propia» («El político y el científico», pág. 150).

El segundo efecto que Weber atribuye al liderazgo carismático es el peligro de que la política se base en las emociones en vez de la razón. «El peligro político de la democracia de masas para el Estado reside en primer término en la posibilidad del fuerte predominio en la política de los elementos emocionales» («Escritos políticos», pág. 159). De este modo se vulneran los principios de razonabilidad, proporcionalidad y búsqueda de consensos que deberían presidir la acción política.

El tercer peligro que Weber registra en el liderazgo carismático es el riesgo de que se produzca una subordinación total del Poder Legislativo a los deseos del Ejecutivo. De este modo el Parlamento deja de cumplir con sus funciones constitucionales y se transforma en «un conjunto de borregos votantes perfectamente disciplinados, donde lo único que tiene que hacer el parlamentario es votar y no traicionar a su partido… Por encima del Parlamento está así el dictador plebiscitario que, por medio de la maquinaria, arrastra a la masa tras sí y para quien los parlamentarios no son otra cosa que simples prebendados políticos que forman su séquito» («El político y el científico», pág. 136).

Esta transformación del Parlamento es considerada por Weber una desnaturalización de su función primordial: la de creación de leyes racionales por medio de la confrontación de los diversos puntos de vista. Asimismo señala que cuando los discursos parlamentarios no son intentos de convencer a los adversarios sino meras declaraciones oficiales de partido, lanzadas como proclamas desde un balcón, se pierde el espíritu de la democracia.

Los problemas del liderazgo carismático no acaban aquí. También favorece la burocratización interna de los partidos que de portadores de ideales se convierten en patrocinadores de cargos y en el desarrollo de tendencias antidemocráticas en su seno. Esta burocratización de la política es vista por Weber como el final de la auténtica política.

En la tradición política argentina, el liderazgo carismático tiene una denominación conocida: equivale a lo que se conoce por «verticalismo». Es el estilo de liderazgo que el senador Pichetto reivindicó en su discurso final ante la Cámara. Es el estilo de liderazgo que el Senado ha rechazado con el voto relevante del vicepresidente Julio Cobos.

Ahora bien. El rechazo por el órgano legislativo de propuestas o proyectos del Ejecutivo es un hecho normal en el funcionamiento democrático. No debiera tener otra consecuencia más que reabrir una discusión para obtener los consensos que no alcanzó a reunir la anterior propuesta. Pero, en este caso, es innegable que tiene el valor simbólico añadido de rechazar un estilo de liderazgo que no se condice con la calidad democrática demandada por la ciudadanía. Sería de agradecer que la presidenta, sin dramatizar, se limitara simplemente a cambiar su estilo. Es una decisión personal difícil, porque en este caso equivale a tomar distancia del marido.

ALEARDO F. LARÍA (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Abogado y periodista. Madrid


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