El Mapu, un barrio estigmatizado y con violencia

Hoy sus vecinos sufren el prejuicio y asolan bandas de chicos armados.

Río Negro

Sebastián Busader

sbusader@rionegro.com.ar

Juan cruz garcia

garciajcruz@rionegro.com.ar

Fabián Flores, Niemo y Pataluna Gutiérrez, Carlos Bustamante, Diego y Daniel Beroiza, la mujer de éste último, Otto Gutiérrez, Víctor Cides, Sepúlveda, Ariel Arancibia, Víctor Zapata, Marcos Moya, Nitorra, Piraña, Beto Castillo, Verdugo, Franco Hernández, los tres chicos atrapados y calcinados en una precaria casa… Nombres, apodos que hoy no tienen rostro, víctimas y victimarios, delincuentes y trabajadores, seres nacidos en las entrañas del Anai Mapu, el barrio más estigmatizado de Río Negro, para muchos la mismísima entrada al infierno, la selva de los transas y la violencia. También un sector que se gestó por la furia del agua y el trabajo de sus pioneros.

Fabián, Niemo y los demás compartían una particularidad: eran jóvenes y amaban la tierra que en Cipolletti tantos odian. Las calles polvorientas, los rincones desprotegidos, el silencio en las horas de siesta, el particular aroma a tierra, añoraban los frutales donde ahora crecen las tomas. Posiblemente no exista vecino más identificado con su barrio como el del Mapu, un lugar donde conviven familias entregadas al trabajo, sufrientes, jóvenes sin contención y delincuentes que buscan reclutarlos como sus “soldaditos”. Ser del Mapu tiene una doble connotación. “Para nosotros es un orgullo, porque vimos con el esfuerzo que lo hicieron nuestros padres. Para los de afuera, es sólo un lugar de chorros y drogadictos”, cuenta Juan, con el rostro quebrado por el dolor, un hombre de 33 años que le da vuelta a una idea hasta gastarla: quiere crear una cooperativa de trabajo para incentivar a los jóvenes del barrio.

El crecimiento demográfico de Cipolletti acercó físicamente al Anaí Mapu, pero el barrio es una isla a la vera de la calle Juan Domingo Perón, conocida como la Circunvalación. Entrar y salir es todo un trámite. Hay que pensar en horarios y “respetar” algunas zonas.

Andar por las calles Valcheta y 17 de Julio a partir de las 7 de la tarde es casi una inmolación. En esas dos arterias habitan las bandas de jóvenes –algunos casi niños– que viven para quitarse la vida. De los “foráneos”, apenas si se acercan los docentes y profesionales dedicados a asistir a los menos favorecidos. Los proveedores lo hacen con custodia policial y sólo los nacidos y criados pueden andar por las calles sin sentir piel de gallina.

El sentido de pertenencia tiene una fuerza demoledora en el barrio. Es orgullo y dolor, porque se gestó a partir del trabajo mancomunado y la distancia, el abandono y la desidia. El Mapu se creó sin planificación. Vivían en la costa y el agua les llevó hasta la última pilcha. El municipio, en plena dictadura militar, decidió primero reubicar a esas familias en las derruidas 80 viviendas y luego mandarlas al fondo de la ciudad, allá donde sólo había frutales y la nada misma. Es decir, el Mapu nació como un espasmo, un acto reflejo ante la desgracia. Hubo algo de buen tino en la decisión municipal, y fue que los habitantes construyeran sus viviendas con esfuerzo propio. Cada ladrillo que se entregó se pagó con tiempo, sudor y manos callosas. ¿Por qué un sector gestado desde el trabajo y la solidaridad se convirtió en el más peligroso de la ciudad?

“Porque la distancia hace daño. Primero es el colectivo que no pasa, después deja de llegar la asistencia, la contención no existe, y la brecha cada vez se agranda más. Entonces, la gente deja de salir. Y se aisla. Del otro lado surge el prejuicio, el rencor. En esas zonas grises deja de existir el cuidado, la protección, y los malos ejemplos empiezan a pasar de generación en generación”, explica con claridad el fenómeno Viviana Pereira, ahora diputada provincial, antes docente en la escuela de un Mapu que tanto quiere y defiende.

La realidad es innegable y la expulsa Juan como una bocanada de fuego que le arde en el estómago: “Chorro y drogadicto no se hace. Chorro y drogadicto, te hacen”. Varios “compañeros” suyos de la adolescencia están bajo tierra porque tomaron el camino equivocado. Beto Castillo cayó con cinco tiros en el pecho, Víctor iba a pedir fiado a un mercado y el comerciante lo apuñaló y Franco Hernández, un joven laburante con sueños y deseos de “hombre normal”, fue asesinado por un menor de edad en medio de un confuso episodio. El chico fue el último de una larga lista que, según cuenta Juan, asciende a 21 muertes.

Pero el Mapu volvió a ser “tierra de nadie” cuando las calles Valcheta y 17 de Julio se transformaron en el `far west´ con tiradores con edad de sexta división de fútbol. Esos mismos chicos que le daban al cuero en la escuelita de fútbol San Lorenzo, a cargo de José Sato, ahora andan con armas en la mano disputándose territorio y tratando de vengar la muerte de un amigo, un disparo, alguna injuria o vaya a saber qué. Eso en la superficie. “Porque también hay mucha droga, dealers que se instalaron en el barrio y en las nuevas tomas. Desde ahí operan y suman chicos para sus `trabajos´. Es muy difícil luchar con eso”, cuenta Marcos, que en realidad no se llama Marcos y prefiere ese nombre “fantasía” por temor a los disparos contra su casa que pueden venir.

Marcos quedó hace poco en medio de una balacera sin sentido. Caminaba por la tarde, saludó a un muchacho que vio crecer, el pibe le pidió que se corra con un ademán violento y detrás suyo surgieron un par de “tumberas” (armas caseras) que vomitaron fuego sin puntería.

Las calles en conflicto son la Valcheta y 17 de Julio. “Hay mucho código en el barrio pero los pibes andan armados y drogados con psicofármacos, marihuana y alcohol”, dicen los que conocen la realidad del otro lado de la Circunvalación. Existe un mercado negro de venta de armas y municiones y el negocio es la consecuencia de que los chicos terminen muertos o presos. “La justicia la hacen ellos, nadie puede hacerla desde afuera. Es un muerto por otro muerto”, aseguran.

Ahora “se desconocen” pero sus abuelos y padres la pelearon juntos”, reseña Viviana Pereira. “Se drogan para envalentonarse, a los 13 años ya caen presos y piensan que tienen mil vidas. No son adictos, consumen para medir menos el riesgo”, explica otro profesional del área judicial.

Valeria Villalobos tiene 23 años y la vida le pasó por encima. “La guerra no se va a terminar nunca, sólo cuando todos los chicos estén muertos. Nadie se hace cargo del Mapu, nos tienen olvidados y lo más triste es que en las fiestas todo va a empeorar”. Sus palabras estremecen (ver aparte), son un alarido que debería alertar.

Valeria, como tantos en el barrio, entiende que vivir (y sobrevivir allí) no depende de uno mismo.

Las calles polvorientas de un barrio que se gestó a fines de 1979 por una inundación.


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