El matriarcado cristinista

SEGÚN LO VEO

Tiene razón la señora presidenta. No es justo que “una persona sola, por más que trabaje 24 horas y ponga en riesgo su salud”, se haya visto obligada a encargarse de absolutamente todo para gobernar un país con cuarenta millones de habitantes como si se tratara de la familia numerosísima de una abnegada madre enviudada que día a día lucha por mantenerla intacta. ¿Es que nadie está dispuesto a ayudarla, a hacer algo aunque sólo fuera cuestión de un esfuercito como el que le pidió al haragán Mauricio Macri? Parecería que no, que todo el poder es de Cristina y por lo tanto los demás no tienen que hacer nada más que obedecerla. Es injusto, pero la vida siempre ha sido cruel con las madres, tan sacrificadas ellas, tan preocupadas por el bienestar de sus hijos que insisten en controlar todo cuanto hacen –es para su bien, desde luego–, amonestándolos con severidad cuando se portan mal y premiándolos con una sonrisa cariñosa, un beso y comida rica si logran complacerle. En Italia, otro país de tendencias matriarcales, abundan los jóvenes y no tan jóvenes que prefieren seguir viviendo con mamá a arriesgarse formando su propia familia. Los llaman “bamboccioni”, o sea “bebones”. Su proliferación reciente indigna sobremanera a quienes quisieran que la nueva generación de italianos se destacara por su confianza en sí misma, por su espíritu emprendedor y su voluntad de salir para conquistar el mundo. Temen que, merced a su aporte, la clase pasiva adquiera dimensiones tan enormes que la minoría activa pronto quede aplastada bajo su peso. Por lo demás, ¿qué harán estos bamboccioni si a mamá se le ocurre irse de vacaciones o, peor, si cae enferma? Sin una madre para cuidar la casa, todo se vendrá abajo; a su regreso le esperará el caos. Sí, es una lucha. La actitud de las madres frente a la negativa tajante de sus hijos a abandonar el hogar es ambigua: les encanta tenerlos cerca, sobre todo si son buenos, pero entienden que, en principio por lo menos, sería mejor que se independizaran. La actitud de Cristina, cuando piensa en quienes procuran convencerla de su lealtad hablando maravillas de sus cualidades excelsas para entonces pedirle instrucciones, será parecida. No puede sino serle grato saberse endiosada por sus muchos adherentes, pero es de suponer que a veces siente que sería mejor que algunos fueran un poco –muy poco– menos serviles. Como dijo anteayer, luego de anunciarse que sería operada por un cáncer de tiroides, “con una sola persona no alcanza”. Que la presidenta haya atribuido su enfermedad a que durante años ha tenido que ocuparse de todo, acusando así a los demás –¿a sus simpatizantes, al país?– de no hacer lo suficiente, puede entenderse. Desde hace cuatro meses el consenso es que Cristina cuenta con más poder que cualquier otro presidente reciente, más que Néstor Kirchner o Carlos Menem y tanto como Juan Domingo Perón allá en los años cuarenta del siglo pasado. Que ello sea así quiere decir que el resto del país tiene menos poder, pero por motivos comprensibles tal detalle no le molesta demasiado. Fiel a las tradiciones peronistas en la materia, Cristina, con la viva aprobación de sus simpatizantes, ha hecho de su drama personal el gran relato nacional, una reedición mejorada del protagonizado en su momento por Evita que, por supuesto, nunca fue presidenta y en consecuencia tuvo que conformarse con un papel simbólico. Nada que suceda le es ajeno. Todo termina incorporado a la epopeya que está escribiendo con la colaboración de sus familiares, sus amigos y miles de otros que se han plegado al “proyecto” y esperan ser recompensados por su contribución. Así, pues, la operación quirúrgica que le aguarda será otra batalla contra el destino, una de la que, se prevé, saldrá airosa, con aún más poder que antes, ya que una parte acaso sustancial de la sociedad se sentirá culpable por haberla hecho necesaria y, para merecer ser perdonada, se hará todavía más cristinista tal y como hizo después de la muerte prematura de Néstor Kirchner. Los mitos importan. El norteamericano, el de un país de pioneros orgullosos de su independencia y de su voluntad de valerse por sí mismos, está en la raíz del dinamismo fenomenal que hizo de Estados Unidos una superpotencia económica, militar y cultural que dominaría el planeta. El éxito de Alemania, que después de ser reducida a escombros en la Segunda Guerra Mundial no tardó en transformarse en una potencia económica, se debió en buena medida a la idea de que los alemanes tienen forzosamente que destacarse por su disciplina y compromiso con el trabajo. Por desgracia el mito argentino más significante, del que el “relato” que siguen confeccionando Cristina y quienes ven en ella una figura providencial es la versión actual, no se asemeja mucho al norteamericano o al alemán de la posguerra. Se basa en la autocompasión, en las penurias de un pueblo bueno víctima de fuerzas oscuras malignas y abstracciones siniestras que lo han privado de lo que debería ser suyo. Además de una enfermedad que supone imputable al exceso de trabajo, Cristina, pues, lo mismo que su marido fallecido, está luchando denodadamente, en nombre del pueblo, contra una alianza satánica de “corporaciones”, algunas enquistadas en el país y otras netamente extranjeras, tan perversas que ni siquiera vacilan en distorsionar la realidad de los argentinos y las argentinas, pero merced al coraje de la líder, en esta ocasión aquellas manifestaciones del mal no se saldrán con la suya como hicieron en tantas ocasiones en el pasado. Aunque dicho relato sirve para motivar protestas contra la maldad ajena, arengas moralizadoras en foros internacionales y triunfos electorales apoteósicos, no ayuda a movilizar los talentos y la energía de quienes lo toman en serio. Antes bien, estimula la pasividad. El poder omnímodo de la protagonista del relato presupone la impotencia de los demás. Puesto que, en el ámbito político y económico, todo depende de la voluntad de Cristina y sus partidarios están resueltos a castigar cualquier intento de oponerse a lo que para ellos es una realidad incuestionable, serán cada vez más los que, como aquellos bamboccioni italianos, vivirán pendientes del estado de ánimo de la madre de la Nación aun cuando sepan que se siente abrumada por las responsabilidades con las que tantos la han colmado.

JAMES NEILSON


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