El mundo según Powell

Con franqueza poco común, hace poco el secretario de Estado norteamericano Colin Powell confirmó lo que los más habían sospechado: desde el punto de vista del gobierno de la superpotencia, América Latina dista de constituir una prioridad. Tal actitud no debería sorprendernos. Los norteamericanos tienen razones de sobra para preocuparse muchísimo más por lo que está sucediendo o podría suceder en los países árabes, Irán, Afganistán, Pakistán, Indonesia, distintas zonas de Asia central y Corea del Norte, que por la eventual evolución de lo que calificaban de su patio trasero. Asimismo, cuando de la economía se trata, es lógico que les interese más el presente y el posible futuro de la Unión Europea, el Japón, China y la India. No es una cuestión de prejuicios o de ignorancia. De existir un gobierno mundial, su lista de prioridades se asemejaría bastante a aquella de la Casa Blanca, la que, al fin y al cabo, se ve obligada por las circunstancias a pensar y a actuar como si el destino del planeta fuera su responsabilidad particular.

Para merecer la atención de los más poderosos, una comunidad determinada tiene que ser muy buena o muy mala conforme a los criterios dominantes. Por denigrante que les parezca a los que preferirían ver imponerse valores un tanto más espirituales que los propios de sociedades democráticas en las que el bienestar material del hombre común suele privilegiarse, ser bueno hoy en día supone hacer gala de la capacidad para combinar una economía productiva con el respeto por ciertos derechos considerados fundamentales, algo que los malos se niegan a hacer por creer que en última instancia la violencia les resultará más provechosa. Por fortuna, en la actualidad el éxito económico se ve acompañado por al menos una versión tolerable de la democracia, aunque en las décadas próximas esta situación agradable podría cambiar si China consigue prosperar bajo la tutela severa de una élite muy autoritaria. Hasta ahora, empero, su progreso en el ámbito económico ha impresionado debido a sus extraordinarias dimensiones demográficas, porque el ingreso per cápita sigue siendo sumamente magro: en términos de poder de compra, es una tercera parte del argentino.

Aunque América Latina ya cuenta con muchos terroristas y es factible que pronto surjan movimientos motivados por la voluntad de destruir lo que nunca serían capaces de crear, todavía parece escaso el peligro de que se haga un lugar en las filas de los muy pero muy malos, lo que sí le serviría para figurar entre las prioridades de Washington. Otra forma, un tanto más positiva, de destacarse consistiría en protagonizar un período de crecimiento económico rápido comparable con el experimentado por el Japón a partir de fines del siglo XIX. Por desgracia, no se dan muchos motivos para prever que América Latina logre hacerlo. Pese a contar con recursos humanos adecuados, todo hace suponer que sus estructuras sociales, cultura política y tradiciones educativas constituyen barreras que a los distintos países de la región les serían casi imposible superar.

¿Importaría que de ahora en más América Latina fuera considerada la equivalente de una persona pobre pero honesta que si bien aporta poco a la comunidad no causa problemas? Claro que importaría. Puesto que la economía internacional es dinámica, aquellas sociedades que no consigan adaptarse a tiempo a las nuevas exigencias de turno correrán el riesgo de depauperarse, como en efecto ha ocurrido con la argentina. Su situación puede compararse con aquella de un individuo obstinado que insiste en aferrarse al oficio que aprendió en su juventud aun cuando se haya visto desactualizado por completo. Al difundirse internacionalmente la sospecha de que el siglo XXI verá el avance espectacular de China y de la India, países que por su población son, sumados, seis veces mayores que toda América Latina, una proporción abrumadora de las inversiones disponibles, incluyendo a las manejadas por latinoamericanos, se irá a Asia. Así las cosas, en el orden internacional que está configurándose, América Latina podría resultar tan marginada como está Jujuy en la Argentina.

Si esto sucede, las consecuencias no meramente económicas sino también políticas, sociales y culturales para la región serán sin duda alguna profundas. El estatus relativo del grupo humano al que uno pertenece no es un asunto menor. Dos guerras mundiales fueron provocadas por la convicción de muchos alemanes de que aunque su propio país merecía estar en la cumbre, los británicos y franceses habían conspirado para mantenerlo en un sitio subalterno. El imperialismo japonés que tantos estragos provocó se basó en la misma sensación de ser injustamente postergado. El frenesí islamista actual también se alimenta de ella, si bien a diferencia de los alemanes y japoneses los musulmanes no están en condiciones de igualar o de sobrepasar al establishment «occidental» en el plano material, deficiencia que, huelga decirlo, hace que los yihadistas sean aún más virulentos de lo que hubiera sido el caso si fueran capaces de «competir».

Así las cosas, es natural que los latinoamericanos también hayan reaccionado frente a lo que los más han tomado por una pérdida de estatus colectiva. Algunos optaron por incorporarse a las sociedades que a su juicio siguen en carrera. Aunque por los motivos que fueran -preparación insuficiente, la hostilidad de sus anfitriones, nostalgia por el hogar, mala suerte- muchos emigrantes latinoamericanos fracasan en Europa o América del Norte, el que entre aquellos que logran reubicarse estén los más vigorosos y talentosos contribuye a debilitar todavía más a la región cuyo porvenir, como el de todas las demás partes del mundo, se verá determinado en buena medida por lo que hagan los más capaces. Además, gracias a la globalización de las comunicaciones, ya es posible emigrar no sólo psicológica y culturalmente sino también profesionalmente sin alejarse un centímetro del lugar de origen, opción que no puede sino atraer a aquellos latinoamericanos que siempre han creído tener más en común con sus contemporáneos europeos o norteamericanos que con la mayoría de sus compatriotas. En estos tiempos igualitarios es habitual subestimar la importancia del aporte de los más dotados, pero podría argüirse sin exagerar demasiado que la supremacía norteamericana actual fue posibilitada por la importación masiva de cerebros europeos causada por el triunfo pasajero de diversos fanatismos y una guerra atroz.

Otra forma de reaccionar frente a la creciente marginación de América Latina ha consistido en replegarse hacia lo presuntamente propio, de ahí el resurgimiento del populismo en Venezuela, la Argentina, Bolivia y otros países. Lo que en efecto dicen los beneficiados por este fenómeno es que en vista de que sus propias comunidades no han podido evolucionar a la par de otras, intentarlo fue un crimen contra la naturaleza. En el fondo, es ésta la actitud del presidente Néstor Kirchner y, de tomarse en serio las encuestas de opinión, de más del setenta por ciento de sus compatriotas. Por fortuna, la reacción nacionalista así supuesta aún está en una fase en la que los dirigentes y sus acompañantes están concentrándose en subrayar su propia inocencia y la culpa de los demás que, con perversidad imperdonable, han hecho del mundo un lugar en el que no les ha sido dado conservar ni el prestigio ni el bienestar que antes tenían, pero una vez se hayan cansado de protestar por lo injusto que ha sido el destino podrían adoptar una postura más agresiva.

Sería extraño que no lo hicieran. En los tiempos modernos escasearon las élites orgullosas que se resignan a su propio fracaso para entonces dejarse desplazar por otras. Antes bien, alimentaron el rencor que sienten contrastando sus propias cualidades, las que consideran buenas por antonomasia, con las que suponen predominantes en los países más poderosos, hasta llegar a convencerse de que puede justificarse cualquier acto, por brutal o irracional que fuera, que sirviera para forzar a los demás a tomarlos en serio.


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