El otro huracán

por EDUARDO BASZ

Especial para «Río Negro»

La génesis de dos huracanes seguidos de categoría cinco (Katrina y Rita) por encima del Golfo de México constituyen un acontecimiento preocupante y sin precedentes. Pero para la mayoría de los meteorólogos, la auténtica «tormenta de la década» tuvo lugar en marzo de 2004. El huracán Catarina, que recibió su nombre del estado de Santa Catarina, en el sur de Brasil, en donde tocó tierra, fue el primer huracán del Atlántico Sur del que se tiene constancia.

Durante mucho tiempo, los cánones de la meteorología habían excluido la posibilidad de un suceso tal. De acuerdo con los expertos no existían las condiciones para que una depresión tropical se convirtiera en un ciclón al sur del ecuador atlántico. De hecho, los meteorólogos no daban crédito a sus ojos cuando los satélites meteorológicos transmitieron las primeras imágenes del clásico disco arremolinado con un ojo bien formado, en estas latitudes prohibidas.

El origen y el significado de Catarina se han debatido recientemente en una serie de reuniones y publicaciones. Hay una cuestión crucial que es la siguiente: Catarina, ¿fue simplemente una curiosa fluctuación estadística en la meteorología del Atlántico Sur o fue, por el contrario, un acontecimiento límite que señalaba un cambio de estado abrupto y fundamental en el sistema climático del planeta?

Los debates científicos sobre el cambio ambiental y el calentamiento global hace tiempo que están bajo el espectro de la no linealidad. Los modelos climáticos, al igual que los modelos econométricos, son más fáciles de construir y de comprender cuando son simples extrapolaciones lineales de un comportamiento pasado bien cuantificado; es decir, cuando se mantiene la proporcionalidad entre causas y efectos.

Pero, de hecho, todos los principales componentes del clima global –aire, agua, hielo y vegetación– son no lineales. Cuando se alcanza un determinado punto crítico pueden pasar de un estado de organización a otro, con consecuencias catastróficas para unas especies demasiado adaptadas a las antiguas normas. Sin embargo, hasta principios de los años 90 se pensaba en general que estas transiciones climáticas importantes tardaban siglos, incluso milenios, en realizarse. Ahora, gracias a que hemos descodificado unas señales sutiles en los núcleos de hielo y en los sedimentos de los fondos marinos, sabemos que, en determinadas circunstancias, las temperaturas globales y la circulación oceánica pueden cambiar repentinamente, en una década o incluso en menos.

El ejemplo paradigmático es el suceso conocido como «Younger Dryas», hace 12.800 años, cuando un dique de hielo se colapsó liberando un inmenso volumen de agua de deshielo, que procedente del Manto de Hielo Laurentino, que estaba en retroceso, fue a parar al Océano Atlántico a través del río de San Lorenzo, creado instantáneamente. Este «refrescamiento» del Atlántico Norte suprimió el aporte de agua cálida por medio de la Corriente del Golfo, y provocó en Europa una glaciación que duró mil años.

Los mecanismos que actúan como disparadores en el sistema climático, por ejemplo los cambios relativamente pequeños en la salinidad del mar, se ven exacerbados por causales que actúan como amplificadores. Tal vez el ejemplo más famoso sea el albedo del hielo marino: las enormes extensiones de hielo blanco congelado en el Océano Artico reflejan el calor, devolviéndolo al espacio, aportando una retroalimentación positiva a las tendencias de enfriamiento; por otra parte, el hielo marítimo en disminución aumenta la absorción de calor, con lo cual se acelera su propia desaparición y el calentamiento global.

Umbrales, disparadores, amplificadores, caos – la geofísica actual asume que la historia de la Tierra es inherentemente revolucionaria–. Ésta es la razón por la que muchos destacados investigadores, especialmente los que estudian temas como la estabilidad del manto de hielo y la circulación del Atlántico Norte, han tenido siempre reparos con respecto a las proyecciones consensuadas del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático , la autoridad mundial en materia de calentamiento global.

A diferencia de los creacionistas como el señor Bush así como los funcionarios y funcionales de las empresas petroleras, el escepticismo de estos investigadores se basa en el temor a que los modelos del IPPC no tengan suficientemente en cuenta la posibilidad de sucesos catastróficos no lineales como el «Younger Dryas».Mientras algunos investigadores basan su modelo del clima de finales del siglo XXI, con el que tendrán que vivir nuestros hijos, en los precedentes del Holoceno tardío (la fase más cálida del actual período geológico, hace 8.000 años), o del Eemiense (el anterior episodio interglaciar, aún más cálido, hace 120.000 años), un número creciente de geofísicos juegan con las posibilidades de que un calentamiento desbocado devuelva a la Tierra al caos tórrido del Máximo Térmico del Paleoceno-Eoceno ( hace 55 millones de años), cuando el calentamiento extremo y acelerado de los océanos dio lugar a extinciones masivas.

Desde hace casi 30 años, el hielo ártico se está haciendo más delgado y está encogiendo de forma tan dramática que «tener un Océano Ártico sin hielo estival en el plazo de un siglo es una posibilidad real». Sin embargo, los científicos añaden un observación nueva: que este proceso probablemente es irreversible. Sorprendentemente, es difícil identificar un solo mecanismo de retroalimentación en el Ártico que tenga la potencia o velocidad suficiente para alterar el curso actual del sistema.

Un Océano Artico sin hielo es algo que no se ha dado en el último millón de años, y muchos autores advierten que la Tierra se dirige inexorablemente hacia un estado «súper-interglaciar, sin parangón entre las fluctuaciones glaciales-interglaciares que han prevalecido durante la historia reciente de la Tierra.Insisten en que, en el plazo de un siglo, el calentamiento global probablemente excederá la temperatura máxima del Eemiense, dejando inservibles los modelos que convertían este hecho en su escenario esencial. También sugieren que el colapso total o parcial de la capa de hielo de Groenlandia es una posibilidad real –un acontecimiento que sin lugar a dudas tendría sobre la Corriente del Golfo un efecto como el del «Younger Dryas»–.

Si estos científicos están en lo cierto, entonces estamos viviendo en el equivalente climático de un tren desbocado que va cogiendo velocidad a medida que pasa por unas estaciones señaladas como «Holoceno tardío» y «Eemiense». Además, hablar de un «estado sin parangón» quiere decir que no sólo estamos dejando atrás los muy favorables parámetros climáticos del Holoceno, los últimos 10.000 años de clima cálido y benigno que han favorecido el crecimiento explosivo de la agricultura y la civilización urbana, sino también los del final de Pleistoceno, que propiciaron la evolución del homo sapiens en Africa oriental.

Pero de momento la investigación sobre el cambio global apunta hacia escenarios que representan el peor caso posible.

Todo esto es, por supuesto, un homenaje perverso al productivismo expansivo y sus efectos extractivos, fuerzas geológicas tan extraordinarias que en poco más de dos siglos, de hecho, esencialmente en los últimos cincuenta años, han conseguido echar a la Tierra de su pedestal climático e impulsarla hacia una no linealidad desconocida.

¿Para qué preocuparnos por Kyoto, el reciclado de nuestras latas de aluminio o el excesivo consumo de papel si dentro de poco vamos a estar debatiendo sobre cuántos cazadores-recolectores pueden sobrevivir en los abrasadores desiertos de Rodhe Island o en los bosques tropicales del Golfo?


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