El peligro de la «colombianización» del Brasil
Por Andrés Oppenheimer
El brutal asesinato de un periodista por narcotraficantes en Brasil la semana pasada podría tener un efecto colateral positivo: es posible que empuje al país más grande de América Latina a reconocer que tiene un serio problema de drogas.
Durante muchos años, Brasil ha vivido en la negación sobre el tema de las drogas. No ha querido escuchar que es el segundo mayor consumidor de cocaína del mundo, ni que se ha convertido en un importante lugar de tránsito de la droga. Sólo Estados Unidos consume más drogas que el Brasil, según funcionarios y académicos del país del norte.
Pero el asesinato del periodista de la red de televisión «Globo» Tim Lopes, cuando investigaba al presunto narcotraficante Elías Pereira da Silva -alias «Elías Maluco»»- ha producido un fuerte impacto en el país. El conocido periodista desapareció el 2 de junio después de entrar en una favela en Río de Janeiro con una cámara oculta para grabar una fiesta de los narcotraficantes locales.
Unos días más tarde, la policía arrestó a dos narcotraficantes que dijeron que Lopes había sido secuestrado por cuatro hombres en la fiesta, interrogado, torturado y asesinado con una espada samurai por el mismo Elías Maluco.
Mientras se multiplicaban las condenas de organizaciones de prensa brasileñas e internacionales, el gobierno de Cardoso reaccionó como si hubiera descubierto algo nuevo.
«Los narcotraficantes de Río de Janeiro promovieron una verdadera acción de Estado»», dijo el ministro de Justicia brasileño Miguel Reale. El presidente Fernando Henrique Cardoso aseguró que el asesinato de Lopes fue «un intento para silenciar a la prensa sobre el tema de la droga»».
Hasta ahora, los brasileños no tenían mucha conciencia de que los narcotraficantes se han prácticamente apoderado de las favelas, manejándolas como repúblicas independientes. Ni muchos aceptaban la tesis de que el Brasil podría estar amenazado por la narco-violencia que durante varias décadas ha asolado a la vecina Colombia.
Hace poco, el 5 de marzo, el Brasil reaccionó con una pataleta de nacionalismo infantil cuando un alto funcionario del Departamento de Estado, James Mack, dijo en una conferencia de prensa que el Brasil es el segundo mayor consumidor de cocaína del mundo. Absorbe entre 40 y 50 toneladas de cocaína al año, mientras que Estados Unidos consume unas 260 toneladas, dijo Mack.
La Secretaría Nacional Antidrogas del Brasil (Senad) replicó inmediatamente que había «recibido con asombro las afirmaciones del embajador James Mack sobre el consumo de cocaína en Brasil. La metodología utilizada por el gobierno de Estados Unidos en esta cuestión es desconocida por el gobierno brasileño y no hay datos que corroboren esas afirmaciones»».
Mack, el número 2 de la oficina antidrogas del Departamento de Estado, me dijo en una entrevista telefónica ayer que «hechos como la muerte de Tim Lopes hacen centrar aún más la atención sobre el tema de las drogas. Probablemente ayuden a crear el tipo de repudio social generalizado que resultará en una mayor atención al tema y más acciones contras las drogas»».
En efecto, quizás haya más brasileños que se convencerán de que los narcotraficantes podrían haber decidido -tal como lo hicieron los cárteles colombianos hace tiempo- intimidar abiertamente al país para que nadie interfiera con sus actividades. Quienes torturaron y mataron a Lopes obviamente no esperaban que el crimen del conocido periodista pasara inadvertido.
¿Qué debería hacer Brasil? Algunos funcionarios norteamericanos dicen que Brasil ha concentrado sus esfuerzos en reducir la demanda de cocaína, pero no ha hecho mucho en materia de interdicción de las drogas.
Debido a su gran tamaño, sus fronteras poco pobladas y el hecho de que linda con Colombia, Perú y Bolivia -los mayores productores de cocaína-, Brasil recibe anualmente unas 100 toneladas anuales de cocaína, casi un 15% de la producción mundial, según el gobierno norteamericano.
A pesar de haber tomado medidas importantes, como la creación de un sistema electrónico que permitirá detectar los vuelos de los narcotraficantes y la firma de un tratado de asistencia mutua con Estados Unidos para procesar a los traficantes de drogas, el Brasil podría ser víctima de un mayor influjo de drogas, y más violencia, si no hace más para detener la entrada de drogas, dicen los funcionarios norteamericanos.
«La violencia que trae aparejada la droga también es una amenaza latente para el progreso económico del Brasil»», me dijo Tony Harrington, un ex embajador de Estados Unidos en Brasil durante el gobierno de Clinton. «Si los inversionistas extranjeros no se sienten a salvo, es menos probable que decidan invertir y trabajar en Brasil»».
Pero la buena noticia es que Brasil podría estar cambiando. Hizo falta el asesinato en 1986 de Guillermo Cano, el valiente editor del periódico colombiano «El Espectador», para que ese país se uniera en contra del narcotráfico.
Quizás, la muerte de Tim Lopes tenga el mismo impacto en Brasil.
El brutal asesinato de un periodista por narcotraficantes en Brasil la semana pasada podría tener un efecto colateral positivo: es posible que empuje al país más grande de América Latina a reconocer que tiene un serio problema de drogas.
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