El petróleo y los maniqueos

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

No hay mal que por bien no venga». ¿O quizá viceversa? Esa posibilidad de inversión interpretativa que tienen muchos refranes populares sería un modo de humillar a los maniqueísmos y sus claroscuros, tan denostados por la razón moderna. En tiempos de presumibles tinieblas, introduzcamos el tema en relación con el petróleo, ese oscuro exprimido de los restos subterráneos de la vida.

Es cierto que producir petróleo, venderlo y quedarse con su importante renta no es lo mismo que fabricar caramelos y, por un precio relativamente mucho menor que el del oro negro, endulzar el paladar de la gente. El petróleo es un bien así llamado «estratégico» (término algo tenebroso): los argentinos estamos recuperando esa memoria con motivo de la crisis energética. Encontrar y extraer petróleo cuesta mucho dinero y mucho trabajo. Pero sus derivados mueven automóviles y camiones, usinas y fábricas, y son materia prima de fertilizantes y plásticos. Con los envoltorios de nuestros alimentos, las ropas que nos abrigan, las pinturas que colorean nuestra vida cotidiana, tocamos y vemos cosas con petróleo. Evitando comerlas, beberlas y respirarlas (algo que no siempre es posible) hemos de convenir que sin ellas la desdicha colectiva sería tan gravemente banal como quedarnos sin televisión.

Pero ocurre que, además de combustible, el petróleo no es renovable. Al paso que vamos se acabará posiblemente en unas pocas décadas, aunque la tierra y el mar se conviertan en una suerte de inmenso panal. Hasta ahora, sus sucedáneos no han tenido mayor éxito comercial, por causas que no es del caso revisar aquí. Es obvio que en ese horroroso futuro, con el planeta todo agujereado, hueco y ya seco del espeso jugo negro, los países poderosos y sus empresas habrán desarrollado otros elementos y mecanismos que lo reemplacen. Sin embargo, hasta que llegue ese día en que se extraiga el último litro de petróleo, quien lo venda y embolse su ganancia tendrá mayores oportunidades de ser rico, y por lo tanto pagar los costos de reconvertir sus fuentes de energía. Esa fatal escasez explica la desaforada pelea por apropiarse de lo que va quedando.

Como todas las cosas fundamentales, el petróleo habilita bienes y males, temo que más los segundos que los primeros. La contaminación ambiental es uno: en la crisis de energía, que presagia otras mayores, los ecologistas, a mediano plazo, estarán de parabienes, y con ellos la salud de los habitantes de nuestra madre tierra. Claro que aún restarán las centrales atómicas y las represas hidroeléctricas que arruinan ríos y tierras, con lo cual el ambientalismo seguirá estando justificado.

Pero también el petróleo es luz y calor. De ahí los dichos vulgares ante su carencia: «Nos quedaremos sin luz», o «Nos moriremos de frío», cosas que efectivamente ocurren. La luz es signo de vida, de conocimiento, de sabiduría y divinidad. Dios, Bien Supremo, hizo la luz. El demonio, que es el Mal, desarrolla sus siniestras actividades en la oscuridad y los hervores del infierno. Como se debe apreciar, el asunto tiene sus contradicciones internas, además de las visibles. Uno de los nombres del mal es Lucifer (etimológicamente «el portador de luz»). Satanás, su homónimo, según muchas herejías, fue desalojado del Paraíso y condenado a ser el príncipe de las tinieblas por haberse dispuesto a una distribución que era competencia de Dios. Por algo el Dios Padre, mucho más tarde, se la concedió a su hijo Jesús, que por los Evangelios sabemos que llevaba la luz a los hombres.

Ahora bien: una cosa es la divina luz del Bien, o su metáfora la cultura ilustrada de las «lumières», y otra muy distinta la luz artificial de las lamparillas y del neón. Un filme de Akira Kurosawa («Los Sueños») narraba la historia de un anciano que vivía solitariamente en un paradisíaco bosque florido, sin iluminación artificial en su cabaña. «La noche es para descansar y reflexionar. La luz natural durante el día es suficiente para todas las otras actividades», afirmaba, feliz y sabio, este extremista respetuoso de la naturaleza. La luz artificial estuvo prohibida durante mucho tiempo en los monasterios, como contraria a la alternancia impuesta por el Creador del día y de la noche. Lo mismo puede pensarse de la calefacción, que rompe el ritmo de las estaciones.

De modo indirecto, el petróleo genera guerras, pobreza y miseria, y empuja a los hombres a cometer las peores tropelías. Por ser fundamental, termina siendo un fetiche impulsor de fundamentalismos. El maniqueísmo, que fundó un iraní llamado Mani hacia el siglo III después de Cristo, llegó a ser la más universal de las religiones. Su organización competía ventajosamente con el cristianismo. Una síntesis de todas las genealogías monoteístas y de las mitologías éticas de su tiempo, el pensamiento maniqueo separaba el bien y el mal como irreconciliables, una dualidad cósmica en la que Dios y el Diablo eran contrincantes en perpetuo empate. Sólo una gran purificación, una incontaminante conducta de anacoreta, podía mantenernos libres del mal, a costa de sacrificios lindantes con la renuncia a las buenas cosas de la vida. El maniqueísmo generó otras acciones asombrosamente dotadas de similar o aún mayor fundamentalismo: fue el origen de todos los males, según el juicio de los jerarcas cristianos y budistas, hinduístas y musulmanes. Nunca hubo creencia más ferozmente perseguida por los otros poderes religiosos. Aniquilados aquellos utópicos maniqueos de antes, hubo y hay diversas variantes y gradaciones de sus teorías. Van desde la metafísica y la teología hasta el más rancio materialismo. Hoy florecen pletóricos de vigencia, como está a la vista, en Oriente y Occidente.

Así, pues, el petróleo es uno de sus gestores protagónicos, por-que implica po-der y soberanía, atributos determinantes del Estado. Al ser un supremo valor estratégico, está casi todo fuera del otro dios paralelo de nuestros azarosos tiempos, el mercado. No es éste el que dirige con su mano invisible las guerras de Medio Oriente, sino las locas fantasías del poder, y éste no se mide por las reglas de la oferta y la demanda. La mera tenencia de petróleo no hace, sin embargo, más poderosos a los estados. Los que cuentan con esa riqueza en su subsuelo son, paradójicamente, los sociedades más subdesarrolladas, injustas y pobres del mundo. Por el contrario, todos los países ricos y sus empresas que trascienden sus límites territoriales no lo tienen o lo extraen con avaricia de las entrañas de su territorio. Saben que vale tanto el petróleo bajo tierra como el desenterrado y rápidamente quemado. Es el caso de los Estados Unidos, la Nación más soberana del mundo. Esas potencias -privadas y estatales en formidable simbiosis- se quedan con el rédito del petróleo ajeno porque cuentan con superiores conocimientos científicos, con la acumulación de capitales y, frecuentemente, con el uso de armas imbatibles, una de las cuales es la capacidad corruptora. Bien lo sabía el presidente Franklin D. Roosevelt, quien con el sabio pragmatismo que caracterizaba la cultura política norteamericana de otrora, comentaba que «si se está en contra de los trusts petroleros es imposible llegar al gobierno, pero luego es aún más difícil gobernar con ellos».

Lo peor del petróleo es la codicia que desata: se despierta en las almas y se abalanza sobre las cosas y los hombres sin piedad. Esa es, posiblemente, la más devastadora de sus consecuencias. Por lo cual podemos concluir que los males y bienes, casi siempre confundidos a pesar de los impulsos maniqueos, están en nuestra frágil condición humana, poco esclarecida, y no en los demonios y dioses que inventamos.


No hay mal que por bien no venga". ¿O quizá viceversa? Esa posibilidad de inversión interpretativa que tienen muchos refranes populares sería un modo de humillar a los maniqueísmos y sus claroscuros, tan denostados por la razón moderna. En tiempos de presumibles tinieblas, introduzcamos el tema en relación con el petróleo, ese oscuro exprimido de los restos subterráneos de la vida.

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