El poder sin la gloria

Dijo una vez el muy anglófilo Jorge Luis Borges que a los ingleses no les importa un bledo lo que piensan los demás de su país, porque fueron dueños de un gran imperio desde su punto de vista, la indiferencia así manifestada era un virtud pero en este sentido como en muchos otros los norteamericanos, que en efecto heredaron el poder y el papel en el mundo de aquel imperio, no podrían ser más distintos de sus primos británicos. Inventores de las encuestas de opinión, les preocupa sobremanera cuando se les informa que la imagen internacional de Estados Unidos es francamente mala y que a juicio de muchos su país resulta más peligroso que Corea del Norte y el Irán de los teócratas apocalípticos.

¿Por qué nos odian tanto?, se preguntan, para entonces entregarse a un debate angustiado acerca de la mejor forma de persuadir a sus contemporáneos de otras latitudes de que en verdad son personas amables y bondadosas. ¿Nos querrían más si nos retiramos de Irak para que sus habitantes puedan masacrarse entre ellos sin que nuestros soldados traten de disuadirlos? Son cada vez más los tentados por la idea, pero resultaría poco probable que funcionara, ya que las matanzas que seguirían a una retirada precipitada serían atribuidas al derrocamiento de Saddam Hussein por parte de Estados Unidos. ¿Convendría que el gobierno norteamericano resucitara la vieja política de apoyar a los dictadores que juran ser sus amigos?, como proponen los llamados realistas. Claro que no: en tal caso la gente los odiaría aún más. ¿Y si impulsan la democracia? Pues bien, lo único que lograrían sería facilitar la llegada al poder de sus enemigos islamistas más feroces.

Por fortuna, los dilemas que enfrenta la superpotencia en América Latina son menos brutales que los planteados por el siempre convulsionado mundo musulmán, pero en el fondo se asemejan bastante. Si los norteamericanos tratan de promover el desarrollo y respaldar a aquellos demócratas que a su juicio comparten sus ideales, son denunciados por intromisión imperialista. Si optan por un perfil bajo, los critican por no hacer lo suficiente. Es ésta la acusación principal que oye el presidente George W. Bush cuando intercambia banalidades con dignatarios regionales. Hasta los antiimperialistas más furibundos dicen lamentar que Estados Unidos, obsesionado como ha estado por lo que sucedía en el resto del planeta, haya olvidado a América Latina, de ahí, insinúan, la pobreza, el atraso y, claro está, el escaso respeto que sienten sus pueblos por el Tío Sam.

No sólo en los países por los que está viajando sino también en otros vecinos, la gira de Bush por la región está siendo celebrada con júbilo por quienes, como el caudillo venezolano Hugo Chávez, juran estar convencidos de que es el mismísimo diablo, de ahí el olor a azufre que dicen detectar cuando se ven obligados a acercarse a él. Aunque las protestas que organizan quienes se especializan en hablar pestes de Bush no cambian mucho en el mundo real, todos los participantes concuerdan en que son muy pero muy tonificantes. Para algunos, el odio es la emoción más grata de todas, e incluso para los que no se imaginan actores de reparto en un gran drama político es lindo asegurarse que la culpa de todo la tiene un tipo siniestro que vive en Washington. En cierto modo, odiar a Bush, el representante más visible del imperialismo yanqui, o sea, del estado nada satisfactorio del universo, es una especie de rito religioso, una forma de proclamar que uno está al lado del bien en su lucha eterna contra el mal. Así creyó el ayatollah Khomeini y es evidente que la noción de que Estados Unidos sea el Gran Satanás tenga sus cultores en esta parte del mundo.

Mal que les pese a los muchos norteamericanos que quieren que los demás los amen, hoy en día se trata de un privilegio que sólo pueden disfrutar los débiles, las presuntas víctimas de lo que hacen o no hacen los poderosos. Por asqueroso que sea un dictador, con tal de que se las arregle para incluir a Estados Unidos entre sus enemigos, gozará de la simpatía de biempensantes que lo tratarán como si fuera David frente a Goliat. No es cuestión de algunos pocos excéntricos vehementes. La mayoría parece dar por descontado que si alguien es pobre o infeliz, tal condición no será consecuencia ni de sus propios defectos ni de la mala suerte, sino de la maldad ajena y que por lo tanto hay que desenmascarar a los culpables de su infortunio. Tal propensión se ve reflejada todos los días en los medios de difusión en los que abundan las denuncias indignadas formuladas por quienes se dedican a identificar a los supuestos responsables de las desgracias de los pobres, los excluidos, los analfabetos, los deprimidos, las mujeres, los de preferencias sexuales minoritarias, los que se sienten discriminados por el color de su piel o porque pesan demasiado.

Puesto que los victimarios tienen forzosamente que ser más poderosos y ricos que las víctimas, se ha construido una jerarquía virtual de malhechores y en tiempos de globalización es lógico que el líder de la superpotencia tenga reservado un lugar en el ápice. Si el presidente norteamericano es astuto, podrá tratar de esquivar el rencor dirigido contra su persona imputando el mal a alguno que otro grupo interno estadounidense como las corporaciones o los neoconservadores pero, como Bill Clinton descubrió cuando se le ocurrió disparar algunos misiles contra blancos en Sudán, tales maniobras no le servirían para mucho.

El que en opinión de una minoría ruidosa el presidente de Estados Unidos, aun cuando no se trate de Bush, sea casi por definición el hombre más odiado del planeta, plantea a los mandatarios de otros países, sobre todo cuando son democracias, un problema muy engorroso. Saben que si lo tratan como un «amigo» compartirán el destino del primer ministro británico Tony Blair, que provocó la ira de la clase mediática asociándose con el norteamericano, error político éste que no cometieron el presidente francés Jacques Chirac o el ex canciller alemán Gerhard Schröder, que se vieron fortalecidos cuando hicieron gala de su desdén por Bush. Pero también intuyen que sería calamitoso si los norteamericanos, hartos de sentirse odiados, optaran por replegarse. Entre los más perjudicados por el aislacionismo que podría caracterizar al próximo gobierno de Estados Unidos estarían los europeos, los que por sí mismos no resultaron capaces de poner fin a las guerras étnicas que estallaron en lo que había sido Yugoslavia y que tendrían que hacer frente a la ofensiva islamista que con toda seguridad seguiría a una retirada casi inmediata norteamericana del Medio Oriente.

A juzgar por los sondeos de opinión, son cada vez más los norteamericanos que quieren que su país abandone a su suerte aquellas regiones en las que no se sienten bienvenidos. Si lo hacen, en América Latina se debilitarían los comprometidos con la democracia y la economía de mercado mientras que se fortalecerían los atraídos por esquemas más autoritarios. En tal caso podrían surgir regímenes tan sanguinarios como los de antes que no vacilarían en pisotear los derechos humanos, además de emprender aventuras económicas que sólo traerían más miseria.

Aunque Estados Unidos ya no suele mandar marines para «restaurar el orden» en América Latina, los políticos de la región se han acostumbrado a tomar muy en serio lo que se dice en Washington acerca de su presunta adhesión a los principios democráticos porque entienden que no sería de su interés que Estados Unidos los tratara como si fueran forajidos. De no haber sido por la influencia así supuesta, por lo menos algunos países latinoamericanos ya hubieran recaído en las prácticas truculentas que hasta los años ochenta del siglo pasado les parecían normales. Y si en adelante los yanquis optan por conservar un silencio respetuoso frente a los abusos de poder que se produzcan al sur del río Bravo, ésos se multiplicarán con rapidez hasta que la democracia no sea más que una farsa.

 

JAMES NEILSON


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