El político patagónico

GABRIEL RAFART

Especial para «Río Negro»

Con el restablecimiento de la democracia, la política nacional le dio oportunidades a un tipo de político nuevo. De distinta naturaleza al que tuvo bajo su control los despachos ministeriales nacionales durante largo tiempo. Hablamos del político patagónico. Si 1983 es el año de su nacimiento, el verdadero rostro de este tipo particular de político, comenzó a delinearse un decenio mas tarde.

A más de dos décadas de haber dado sus primeros pasos, hoy parece que el político patagónico ha logrado su mayoría de edad. Y por su actual protagonismo, pareciera haber pisoteado las aspiraciones de aquellas otras oligarquías políticas regionales que siempre fueron dominantes en la escena federal. La derrota de la última maquinaria peronista regionalista –el duhaldismo bonaerense– es sin duda su más preciado trofeo.

Si al político patagónico se le asignan atributos que lo distinguen de otras clases de políticos argentinos también de base regional –el bonaerense, cuyano, santafesino, etc.–, algunos entenderán que esa emergencia se debe a la madurez política alcanzada desde cada escenario sureño, con provincias consolidadas como tales y estabilidad institucional asegurada. Medio siglo de historia daría cuenta de este proceso. Hasta Tierra del Fuego habría sido capaz de aportar algo a este lote de políticos, aun en esa biografía provincial tan acotada, de apenas una década y media.

Si pensamos en ese desarrollo de cincuenta años, pero aceptamos que el político patagónico nació con la democracia de 1983, pasaríamos por alto a un rionegrino que accedió a la primera magistratura de la nación. Sin embargo, la corta presidencia de Jose María Guido por sí sola no nos habla del protagonismo de un colectivo regional de hombres políticos. Tampoco lo sucedido un tiempo antes, con el nacimiento de los llamados «neoperonismos». El MPN de los hermanos Sapag no dio lugar a la irrupción de ese político patagónico aunque dejó su marca en el peronismo. En todo caso estas experiencias fueron respuestas netamente provinciales, ni siquiera regionales, que, por si fuera poco, inicialmente se las pensó provisorias. Y aún más, si hacia el ´73 los Sapag lograron el mérito político de conformar un abierto desafío a la jefatura del último Perón, sus pretensiones seguían siendo provincialistas. Si había pretensiones nacionales sólo se las pensaba como fórmulas de resistencia.

Donde sí hubo otra realidad provincial en esos años setenta, desde donde podrían haberse moldeado los primeros rasgos del político patagónico, fue en Santa Cruz. Cuando el peronismo de los dos Perón y López Rega decidió confrontar con su izquierda gobernante de provincias, le prestó toda la atención al gobernador sureño. Por ello el santacruceño Jorge Cepernic fue desbancado de la misma manera que Obregón Cano en Córdoba y Oscar Bidegain en Buenos Aires. Se suponía que todos militaban en la «tendencia». Si con el patagónico Cepernic se hubiera delineado una construcción política propia, habría sido incapaz de dar un paso más allá cuando eran tiempos donde contaba, más que el nacimiento de un político regional, la cruda cuestión de izquierdas y derechas, todo dentro de la matriz nacional del peronismo. Además, resultaba muy difícil para esos años pensar en términos de estabilidad y progreso para una clase política, aun en el plano nacional, cuando la solución autoritaria se aproximaba velozmente y el peronismo no era más que un conjunto articulado de «ramas» para reafirmar su nota movimentista.

Por otra parte estarán quienes cuestionan tal madurez y, consecuentemente, ese político patagónico existe sólo en el imaginario pretensioso de un acotado provincialismo y tuvo sólo suerte al obtener las actuales posiciones de mando nacionales. Dirán que no hubo tal estabilidad en la vida institucional durante estos 23 años de democracia electoral. Insistirán en que, en algún momento de sus biografías institucionales, cada una de las provincias patagónicas afrontó una profunda crisis política. La reciente renuncia del gobernador santacruceño, después de los hechos de Las Heras, es apenas un registro más de un listado mu extenso. Es que en el mismo territorio del ahora renunciado Acevedo fue capaz de sobrellevar mayores tensiones, cuando quince años atrás afrontó la destitución de otro peronista. Y esa estrepitosa caída de Ricardo del Val del año 1990 le dio oportunidad al entonces intendente de Río Gallegos, Néstor Kirchner, de alzarse con el primero de sus cuatro mandatos al frente de la gobernación santacruceña. Más hacia el sur de Santa Cruz, la corta existencia de Tierra del Fuego como provincia, carga con dos gobernadores destituidos. En 1996, el depuesto fue José Estabillo y, en diciembre de 2005, le tocó el turno al radical aliado a la presidencia, Jorge Colazo. El listado sigue, aunque no necesariamente con la destitución de nuevos gobernadores, pero si dando cuenta de profundas crisis políticas. Río Negro, Chubut y también Neuquén han tenido sus momentos de incertidumbre institucional, trabajosamente reconstituidos.

Frente a aquel mundo inestable, pareciera que La Pampa disfrutó de una consolidada clase política de la mano de Rubén Marín. Sólo revisar su biografía política para dar cuenta de un protagonismo a prueba de todo. Marín fue vice gobernador entre 1973 y el golpe del 76; gobernador en 1983, elegido y reelegido en dos ocasiones consecutivas desde 1991 hasta el año 2003; diputado y senador nacional en el turno que no lo tuvo como mandatario provincial, entre 1987 y 1991; y actual senador federal con mandato hasta el 2009. Y aun más, fue uno de los gobernadores protegidos por Menem, que también recibió los aportes de otros políticos pampeanos exitosos, entre ellos Jorge Matzkin. La Pampa parecía haber sido el primer ejemplo de desplazamiento de la política a escenarios patagónicos cuando fue sede de aquella reunión de gobernadores que prometía una política de abierto desafío al movimiento piquetero antes de los hechos del Puente Pueyrredón. Todo ello en el primer semestre de la recién estrenada presidencia de Duhalde.

Y si hubo éxitos para los patagónicos, también ello ocurrió dentro de un juego a favor de las alternancias «subregionales». Antes de que brillara Santa Cruz dando una nueva estrella para el firmamento peronista con la figura de Néstor Kirchner, estuvieron los pampeanos. Y un tiempo atrás Río Negro. La provincia de la manzana fue capaz de ofrecer figura de fustes, tanto para los años de Alfonsín como durante el largo decenio de Menem, como en los dos cortos momentos presidenciales que siguieron, primero con la Alianza y luego con Duhalde. Cuenta Massaccesi aun en su derrotada candidatura a presidente como también los nombres de un actual intendente valletano y un senador nacional por Río Negro. Hasta Sobisch debe sumarse a este lote de políticos patagónicos en su intento de sacudir la modorra provinciana neuquina de su pequeño partido y comprometerse en un proyecto nacional.

Finalmente, estarán quienes dirán que la emergencia del político patagónico nada tiene que ver con esa supuesta madurez de provincias o, desde la otra versión, con un tipo de político que sabe sortear la adversidad de crisis de gobernabilidad e inhospitalidad climática. Dirán que su presencia y actual éxito se debe a un proceso de decadencia general, diríamos nacional, de la clase política. Tres ejemplos recientes concurren a favor de esta versión: la crisis porteña y la destitución de su jefe de Gobierno; el derrumbe de la maquinaria duhaldista y el cambio de amo; y por qué no, dentro de esta bolsa, las dificultades por canalizar a través de la política regional el «neopiqueterismo» ambientalista. Argumentando que la nueva élite política patagónica asume correctamente el rol de reemplazante, sobre todo por carecer de compromisos corporativos tan evidentes. Queda para los historiadores políticos saber si todos estos hechos son suficientes para darle carta de ciudadanía a un político patagónico o estamos frente a un subproducto más de una clase política en mutación.


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