El primer paso

La cultura occidental y su comprensión de las cosas se fundan en una lógica de opuestos. Si algo es alto no es bajo; bueno es lo contrario de malo. Luego, el esquema de conocimiento se sustenta en la clasificación y separación por categorías, que permiten la comparación por contrastes y semejanzas.

Las culturas originarias de este lado del mapa, en curiosa coincidencia con las orientales, se asientan en una lógica integrada, inclusiva. Algo puede ser alto y bajo a la vez; bueno y malo; el hombre y la tierra no pueden separarse, son una misma cosa.

En ese contexto, existe una concepción muy distinta del tiempo. En cualquier diccionario serio de castellano, la acepción de la palabra «tiempo» es una de las más voluminosas, al punto de ocupar una página o más.

En el refranero de la cultura occidental, el «tiempo apremia» o «el tiempo es dinero». En las culturas nativas, el tiempo es uno: es el ciclo mismo de la naturaleza y las cosas; no es una magnitud que pueda medirse en el bolsillo.

Estas diferencias planteadas hasta aquí no persiguen ningún rigor antropológico y, por cierto, no pretenden formular juicios de valor. Mal podría decirse que una visión cultural es mejor o peor que otra.

Pero cuando ambas confrontan entre sí, hay de cuajo dos matrices de pensamiento distintas, que pueden mover a equívocos… a conflictos.

Las comunidades mapuches, hoy por hoy, negocian claramente como es común entre los occidentales que bajaron de los barcos. Con tanta tenacidad, inteligencia y búsqueda de ventajas máximas con pérdidas mínimas como lo haría cualquiera hijo de vecino con apellido de inmigrantes. Ellos también buscan réditos económicos, sin perjuicio de su convicción por anteponer el respeto al medio ambiente.

Pero en su modo de relación con los no mapuches está presente la propia matriz cultural. Como lo está en quienes se sientan del otro lado de la mesa.

Así, los mapuches tienen objetivos pero no necesariamente plazos, aun cuando los exijan. Los políticos, que animan las disputas con los mapuches por cerro Chapelco, también tienen objetivos pero están urgidos por el tiempo.

El tiempo para poner los cañones que fabricarán nieve artificial; para sostener la temporada de invierno en términos económicos; para cumplir contratos; para definir inversiones; para ir a elecciones… El tiempo para ganar o perder.

Tal vez sea por eso que las negociaciones se cruzan; se apura la provincia y se apura el municipio, se crean comisiones de diálogo interinstitucional por un lado y se reúnen los abogados por el otro…

Durante siglos, la sociedad occidental impuso condiciones a los nativos. Hoy, en este microuniverso que es San Martín, los originarios imponen condiciones apenas con manejar la variable que es talón de aquiles para los no mapuches: el «tiempo» de las negociaciones. Ellos pueden sentarse sobre el «no», tanto tiempo como les resulte conveniente y exasperante al resto.

Sin embargo, poco y nada surgirá del diálogo que se pretende instalar si no se reconocen en el otro las necesidades propias.

Poco obtendrán los mapuches si tensan la cuerda hasta que se corte, pues nada habrá para negociar si los desencuentros hacen inviable a una temporada o a Chapelco mismo. Y poco hallarán los políticos si ignoran que Chapelco es más que una disputa por un resarcimiento futuro a los dueños de la tierra: es una puja por fijar condiciones en una relación intercultural.

En esta necesidad de reconocimientos mutuos, la gran pregunta es quién se anima a dar el primer paso.

Fernando Bravo

rionegro@smandes.com.ar


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