El Protocolo sobre Organismos Genéticamente Modificados 

Por Tomás Buch

Hace poco tiempo tuvo lugar en Montreal la segunda fase de la Conferencia de Cartagena, que había fracasado en junio pasado en un intento de reglamentar el comercio de los organismos genéticamente modificados (OGM), más conocidos como alimentos (y no sólo alimentos) transgénicos. Las delegaciones de 130 países, empresas y ONGs se pusieron de acuerdo en varios puntos, y todos salieron un poco satisfechos, tanto las multinacionales de la biotecnología como los ambientalistas, ya que se negociaron acuerdos aceptables para todos. Fue todo un logro. Ahora hace falta que por lo menos 50 países ratifiquen el acuerdo, para que entre en vigor. Será otro logro.

Los EE.UU. son los líderes en biotecnología vegetal y hace varios años que vienen vendiendo semillas de OGM a muchos países. En Europa, en cambio, han surgido reservas contra ellas, que tienen tanto que ver con su tradicional política proteccionista en lo agrario como también con los recientes episodios con pollos tóxicos, vacas «locas» y Coca Cola contaminada. Otros países también han expresado reservas, por problemas relacionados con una presunta amenaza que los OGM representan para la biodiversidad. Muchas de las ONGs ambientalistas siempre han expresado su oposición a los OGM, por razones varias. Mientras que la Argentina ha salido a defender vigorosamente la libertad de comercio para los OGM, porque ya los emplea masivamente aunque el tema nunca se haya discutido entre nosotros.

En Montreal se ha convenido que las exportaciones de semillas transgénicas deberán identificarse como tales, y que un país que estime que son una amenaza a su ecología podrá negarse a importarlas. Se impone así el criterio precautorio, aunque con bastantes reservas. Pero no será así para los alimentos elaborados con ellas, cuya inocuidad para el consumo deberá estar demostrada con anterioridad: el efecto sobre los consumidores es que alguien pudiera ser alérgico a algún componente específico, pero ese riesgo es realmente mínimo y controlable. El acuerdo tampoco cubre el comercio de especies genéticamente modificadas para producir compuestos de uso farmacéutico, ni aquellas que se mantengan reclusas, y no se liberen en el ambiente general, como ciertas bacterias que producen sustancias ajenas a su fisiología «natural». Un ejemplo son las variedades de E. coli modificadas que producen insulina «humana».

En las discusiones sobre los alimentos transgénicos se entrecruzan todas las corrientes de conflicto que dividen a los humanos en estos días: los intereses comerciales, expresados en la OMC y sus conflictos; los miedos a las nuevas tecnologías y las esperanzas exageradas depositadas en ellas; las amenazas que se ciernen sobre los ecosistemas; la creciente diferencia entre países pobres y ricos en los cinco continentes; y la puja por el poder relativo entre los estados y las ONGs, a que hacíamos referencia recientemente. El debate es bastante confuso, porque a veces los diversos intereses se disfrazan unos de otros…

El hecho científico es que es posible insertar genes de una especie en el genoma de otra, y lograr que se exprese, con lo cual la fisiología de los OGM y con ellos la evolución de las especies pueden tomar caminos insólitos. El hecho tecnológico es que, en el caso de los cultivos económicamente más importantes, como el maíz, el trigo o la soja, las variedades transgénicas pueden tener grandes ventajas para los cultivadores. Las mutaciones naturales nunca hacen aparecer una toxina de una bacteria en una planta de maíz: esa toxina puede hacer a ese maíz inmune a los ataques de un insecto que disminuye su producción, lo cual es excelente para el agricultor y para la humanidad hambrienta (por lo menos la parte que puede pagar por su comida, aunque ese es otro tema). Pero podría ocurrir que esa toxicidad para una plaga sea también un peligro para otros insectos, las abejas, o las mariposas, por ejemplo; y que se pueda transmitir por polinización cruzada, a otras especies vegetales. Es muy poco probable, dicen unos. Pero no se puede probar que no es posible, dicen otros. La respuesta, para éstos, es el principio de precaución: no hacer nada cuya inocuidad no esté probada. Eso es la inversión de la prueba, y puede ser imposible, dicen aquellos: no se debe prohibir nada cuya nocividad no esté probada. Son dos posturas filosóficas incompatibles, y chocan continuamente.

Los defensores de los OGM dicen que éstos son sólo una etapa más en la selección artificial a que el humano ha sometido las especies que le interesaban desde los albores de la historia. Ello no es enteramente cierto, sin embargo. La selección e hibridación que los humanos hicieron desde antiguo siempre cruzaron entre sí especies vecinas. La inserción de genes de especies genéticamente muy lejanas, como los de bacterias en el caso de las gramíneas, es un proceso imposible fuera de los modernos laboratorios de ingeniería genética, y por lo tanto inaugura un tipo totalmente nuevo de ingerencia humana en la evolución de las especies, cuyos límites aún se desconocen.

Hasta aquí, se trata de un dilema lógico, y tal vez ético. Pero de él cuelgan graves decisiones económicas, inversiones millonarias y, tal vez, el equilibrio ecológico de grandes regiones. Entre ellas, buena parte de nuestro país, que ha acogido las semillas transgénicas con singular entusiasmo: el 80% de nuestros cultivos de soja las emplean, así que una prohibición de su comercio tendría graves consecuencias para la Argentina.

Los EE.UU. son los principales productores de OGM, con el 64% del total mundial, pero después de China, que tiene el 14%, seguimos nosotros con el 11%. El entusiasmo argentino ahora se ha desbordado sobre el Brasil, mediante un floreciente contrabando de semillas transgénicas a la zona limítrofe, según denuncia el diario francés Le Monde. Esto se habría ya anticipado a toda decisión brasileña al respecto, e ilustra la inefectividad de las naciones para detener la expansión de esos cultivos. Hay también otras facetas de este negocio. Por ejemplo, la estadounidense Monsanto, una de las grandes empresas en el ramo, que también fabrica muchos de los agroquímicos que se emplean en el mundo y no suele pisarse la cola, estaba desarrollando semillas de OGM estériles, de tal modo que el agricultor que las emplease quedaría para siempre cautivo de la empresa productora, ya que no podría reservar parte de su cosecha para la siembra siguiente. Esta política fue estimada hostil a los países menos desarrollados, y despertó tales repudios que la empresa ha anunciado el abandono de esta línea de investigación.

Una cosa debería quedar claro, sin embargo. Este debate y estos forcejeos económicos no tienen nada que ver con otros temas relacionados con la biotecnología, y con otros temas de abuso ambiental, como el apoderamiento privado del acervo genético de los países subdesarrollados, las amenazas que se ciernen sobre la biodiversidad, y otros. De hecho, la reserva de biodiversidad está en las especies salvajes de los diferentes cultivos y no en sus modificaciones artificiales, que seleccionan ciertas características deseables para los humanos, como lo han hecho desde la época paleolítica.

El acuerdo alcanzado en Montreal no resuelve todas las polémicas ni terminará con los conflictos. Sin embargo fue saludado con aplausos por todos los participantes, y marca una pequeña etapa en la resolución racional de los conflictos entre intereses divergentes, que sin embargo deben convivir en un mismo planeta. 


Hace poco tiempo tuvo lugar en Montreal la segunda fase de la Conferencia de Cartagena, que había fracasado en junio pasado en un intento de reglamentar el comercio de los organismos genéticamente modificados (OGM), más conocidos como alimentos (y no sólo alimentos) transgénicos. Las delegaciones de 130 países, empresas y ONGs se pusieron de acuerdo en varios puntos, y todos salieron un poco satisfechos, tanto las multinacionales de la biotecnología como los ambientalistas, ya que se negociaron acuerdos aceptables para todos. Fue todo un logro. Ahora hace falta que por lo menos 50 países ratifiquen el acuerdo, para que entre en vigor. Será otro logro.

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