El público de Cosquín, un paso adelante

La gente tuvo más sensibilidad que los programadores.

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El 52º Festival de Folclore de Cosquín tuvo como estandarte publicitario –en nombre de una apertura– al cuartetero cordobés Carlos La Mona Jiménez, aunque ese gesto de amplitud no parece haberse irradiado hacia cepas menos taquilleras, donde todo ha permanecido en los términos establecidos en el último lustro de Cosquín.

El retorno de Jiménez –exitoso en aquello que se pretendía de él: plaza repleta y disturbios de baja intensidad– no parece responder a una nueva dimensión estética –al menos no hay otras señales que abonen esa posición– sino a una necesidad de presentar una novedad para sostener las exigencias propias de la envergadura del festival.

Bien se podrá apuntar que Cosquín, comparado con encuentros folclóricos de otra laya, o con su propia historia, ya ha hecho aquel giro y; aceptado el enunciado, también habrá que convenir que eso impone un nuevo punto de partida para no detener el crecimiento.

No hubo en Cosquín contemplaciones para los artistas de mejor pulso –que a priori no son los más taquilleros– cuando el público les reclamó más permanencia en la plaza.

Se podrá entender o no que el tucumano Juan Falú reciba apenas un cuarto de hora arriba del escenario, pues necesita de un clima que tal vez no sea el más natural para un festival; pero una vez que se presenta y, como sucedió, domina la plaza con el silencio, primero, y la ovación, después; bien pueden concedérsele las licencias que otros sin sus pergaminos ostentan.

En ese punto, el público, tantas veces menospreciado, actuó con mayor sensibilidad artística que los programadores.

El desmesurado número de artistas por noche (llegó a casi 30 en algún caso) impuso rigores que no siempre lucieron a la vista del público: a los hermanos Nuñez con Chacho Ruiz Guiñazú los sacaron tocando del escenario (una plataforma rotativa) y la cantante María Eugenia Fernández se quedó rogando al locutor por un tema más.

Hubo lugar, de todos modos, para expresiones de notable nivel como la misma actuación de Falú; la versión de Liliana Herrero –invitada de Raly Barrionuevo– de la “Oración del remanso”, de Jorge Fandermole; el arreglo de “Libertango” del trío cordobés MJC o la interpretación de “La atardecida”, de Eduardo Falú y Jaime Dávalos, en la voz riojana de la Bruja Salguero.

También se registraron ascendentes expresiones que ratificaron su rumbo, como el jujeño Bruño Arias o la cordobesa Paola Bernal y, entre la clase media de la familia artística, hubo momentos de brillo de Teresa Parodi o el dúo Juan Carlos Baglietto-Lito Vitale, en especial cuando contó con el acompañamiento del ensamble de percusión de Viviana Pozzebón.

Los artistas taquilleros (Jorge Rojas, Chaqueño Palavecino, Soledad, Los Nocheros) cumplieron en forma cabal con lo que se esperaba de ellos y, si hay que reprocharles algo (no hay que pedirles lo que se sabe que no ofrecen) es que, desde la comodidad de su posición, han arriesgado poco o nada arriba del escenario.

Es tal vez comprensible que, por las condiciones que Cosquín impone, los artistas elijan pisar terrenos seguros pero, sin la ventajas de la cima, el trío Aymama, por caso, encaró la plaza con tres temas (sobre cuatro) que el público nunca había escuchado.

Ese riesgo fue aprobado y el público brindó un cerrado aplauso a una versión a capella y en guaraní de “Carrero cachapecero”. Otra vez el público, un paso adelante.

Un punto oscuro fue la cuarta luna, bajo una lluvia difícil de tolerar, que alejó al 99 por ciento del público de la plaza. La programación se cumplió en nombre de una críptica “mística” de Cosquín o para la no tan mística televisión. Las entradas pagadas no se devolvieron. El público, el mismo que siempre acompañó, no fue correspondido. (Télam)


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