El regreso de los filántropos ricos
JAMES NEILSON
SEGÚN LO VEO
Para quienes disponen de fortunas gigantescas, decidir qué hacer con el dinero puede ser un problema engorroso. Poseen tanto que les es difícil gastarlo y, aunque verlo crecer puede depararles cierto placer deportivo, sobre todo cuando consiguen amontonar más que sus rivales, muchos preferirían descollar por otros motivos. Si son personas serias, a la larga coleccionar Rolls-Royce, palacios, joyas, aviones, yates, amantes costosas o lo que fuera puede resultar muy aburrido. Algunos multimillonarios de mentalidad un tanto puritana temen por el futuro de sus propios hijos. Como dijo la esposa de Bill Gates, dueño de 53.000 millones de dólares –el único que tiene más es el mexicano Carlos Slim–, darles demasiado dinero los privaría de los desafíos que sirven para formar carácter, lo que en su opinión sería terriblemente injusto. Otros son conscientes de lo evanescente que es la vida; quieren dejar huellas que merezcan el respeto de generaciones por venir, ser recordados por algo más que las dimensiones monstruosas de su cuenta bancaria. Será por este motivo que en Estados Unidos una cuarentena de ricachones, encabezados por Gates y Warren Buffett, acaban de firmar un pacto que los compromete a donar, mientras aún estén entre nosotros, buena parte de sus respectivos patrimonios a organizaciones presuntamente benéficas. Se estima que si todos aportan lo que dicen, crearán un fondo cuyo valor se aproximará a los 115.000 millones de dólares, la mitad del producto anual atribuido a la Argentina. Pues bien, ¿serviría la iniciativa para hacer del mundo un lugar mejor? Todo depende de cómo lo empleen. Los multimillonarios se enfrentan al mismo dilema que preocupa a quienes vacilan en dar una limosna a un mendigo por entender que sólo ayudaría a perpetuar un mal social; han oído a algún moralista severo advertir que lo usará para comprar alcohol y que sería peor todavía dejarse conmover por un niño que pide dinero. Por ser hombres y mujeres inteligentes, los filántropos estadounidenses comprenderán que les convendría proceder con cautela; de lo contrario, los miles de millones de dólares que se han propuesto donar se evaporarán tan velozmente como las sumas igualmente impresionantes que fueron devoradas por la crisis financiera más reciente. Sentirse generoso es sin duda muy satisfactorio, pero asegurar que la caridad tenga un impacto positivo requiere mucho más que la voluntad de prescindir de lo que uno no necesita. Muchos gobiernos, asesorados por miles de especialistas en diversas materias sociales, han gastado montos aún mayores que los prometidos por los neofilántropos estadounidenses en esfuerzos por reducir, cuando no eliminar, la pobreza, sólo para descubrir que el problema dista de ser tan sencillo como suponían, ya que los acostumbrados a vivir de subsidios suelen resistirse a cambiar sus costumbres. A menos que venga acompañado por medidas que podrían ser denunciadas por coercitivas, repartir riqueza equivale a despilfarrarla tirándola a un barril sin fondo. Por razones similares, programas de ayuda internacional que se inspiraron en la idea de que el atraso de los países pobres era consecuencia de la mezquindad de los ricos han producido resultados decepcionantes. Lejos de impulsar el desarrollo deseado, han servido para consolidar esquemas socioeconómicos perversos además, claro está, de enriquecer a cohortes de políticos inescrupulosos y otros delincuentes. Que éste haya sido el caso pudo preverse; aunque en las décadas últimas algunos países petroleros han recibido billones de dólares sin que sus gobernantes hayan tenido que hacer nada salvo firmar contratos con empresas extranjeras, la mayoría abrumadora de sus habitantes aún vive en la miseria más absoluta. Algunos comentaristas han opinado que es oportuno que los multimillonarios se hayan interesado por la filantropía porque, en Estados Unidos como en el resto del mundo, una minoría afortunada está acaparando una proporción cada vez mayor de la riqueza disponible, pero el gesto no modificará dicha realidad. Antes bien, nos hará retroceder a épocas en que sólo la caridad de los ricos ofrecía a los pobres la posibilidad de ver aliviadas sus penurias. Se supone que en las sociedades modernas todos, con la excepción de los irremediablemente discapacitados, deberían estar en condiciones de vivir de su trabajo o de aquel de un familiar, pero parecería que la economía mundial está evolucionando de tal modo que en adelante algunos, tal vez muchos, no tendrán más opción que la de depender de la generosidad ajena, sea del Estado o de individuos determinados. De ser así, el “compromiso de dar” apadrinado por los multimillonarios norteamericanos más adinerados es un presagio de lo que nos aguarda en el futuro próximo. De todos modos, la iniciativa de Gates, Buffett y compañía dista de ser novedosa. Desde hace por lo menos dos milenios y medio, se ha dado por descontado que los muy ricos deberían asumir responsabilidades sociales onerosas a cambio de los privilegios que les supone tener muchísimo dinero. En Atenas, eran obligados a costear lo que se llamaban “liturgias”, pagando por los coros en los grandes festivales musicales y dramáticos; de no haber sido por aquellos multimillonarios, no tendríamos las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes. En Roma, si bien muchos ricos gastaban fortunas comiendo exquisiteces como lenguas de alondra u organizando carnicerías entre gladiadores, algunos, como el etrusco Mecenas, hicieron una contribución enorme a la cultura universal: fue gracias a Mecenas que pudieron escribir Virgilio, Horacio y otros que, por desgracia, serían olvidados. La tradición clásica del mecenazgo se prolongaría en Europa –antes del siglo XIX, casi todos los escritores, pintores, músicos y estudiosos dependieron de la buena voluntad de alguno que otro rico– y, desde luego, Estados Unidos, el país de fundaciones como las de Carnegie, Rockefeller y Ford que a través de los años han aportado tanto a las artes y las ciencias, financiando museos, facultades universitarias y un sinnúmero de becas. Por lo demás, las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, como Harvard, Yale y Princeton, reciben donaciones tan cuantiosas de los ex alumnos que sus presupuestos anuales son superiores a los de muchos países. Algunos que rubricaron el ya famoso pacto filantrópico dicen que se concentrarán en subsidiar centros educativos y culturales; con tal que logren impedir que su dinero termine en manos de los farsantes improvisados que hoy en día abundan en el ámbito que han elegido, sería la mejor manera, y la más tradicional, de gastarlo.
JAMES NEILSON
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