El resto es silencio

Escuchaba Norah Jones y probaba un nuevo vino de la zona. Quería ponerle un nombre a la protagonista de su libro, pero no le gustaban los nombres argentinos. Demasiado Highsmith en su vida. Se preguntaba por qué las novelas que hablaban de la relación entre Susan y Mark sonaban mejor que entre María y Esteban.

Las cosas habían cambiado mucho. Afuera, en lugar de una ciudad con aires parisinos había nieve y el edificio más alto era el dúplex que ella ocupaba.

Se le pasaba el arroz, podía olerlo, pero sus dedos no dejaban de tipear. De castigar la laptop como si ella tuviera la culpa de haberla arrastrado hasta este lugar, obligándola, de una vez por todas, a concretar su destino.

Mientras revolvía el arroz (porque se levantó, sacó el arroz de la llama del fuego, lo mezcló con salsa de soja y almendras y sobre un wok volvió a poner la mezcla en el fuego) pensó qué había querido decir con «destino».

En realidad, su mayor miedo, era haberse demorado tanto en sentarse a escribir, sabiendo que quizás, en ese forzado intento descubriría que lo suyo era realmente patético.

El problema, se daba cuenta ahora, era que no tenía un hilo conductor para sus historias. (En su intimidad se sentía narcisista. Lo único que en verdad quería era purgarse).

«Mery Ann era una chica con mucha nariz, lo que no siempre implica una gran personalidad como dicen, sino un gran trauma asumido con elegancia. Dos de sus amigas se habían limado el tabique y otra puesto siliconas. Mery Ann se preguntaba si se podían hacer las dos cosas en la misma operación. Y, creía que sí, porque lo había visto en la tele, en ese programa tipo reality show en el que operan gente. Porque, además de su gancho aguilesco, Mery Ann era lo que comúnmente se conoce en Argentina como «una tabla».

Mery Ann era una de esas chicas que se miraban todo el tiempo al espejo, pero de espalda. Tenía unas piernas largas y contorneadas dignas de aplausos y una cola perfecta. Los hombres le tocaban bocina por la calle, si la veían de atrás. Digamos que de frente no era horrenda pero era como si la otra cara de la moneda hubiera sido eso: «la otra cara»…

Escribir era una forma de irse un rato. De reinventar el pasado, de personificar las situaciones que nunca se atrevería a vivir. Aunque, no creía que los escritores fueran todos cobardes, aunque había muchos.

Sin embargo le preocupaba que alguien no pudiese distinguir entre ficción y realidad. O sea que alguien creyese que lo que ella escribía era parte de su vida.

Mientras saboreaba el arroz directamente desde la sartén pensó en la escena de un juicio donde, en lugar de frases comunes, los protagonistas citaban.

…Se prende la luz. Mery Ann está en el banquillo de los acusados. Andrea es la jueza y Emilio el fiscal.

A. Bueno, a ver… «¿Adónde vamos o dónde estamos?» (Auster).

E. (Con tono acusador). «Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso, es una decisión, un juicio, es una promesa». (Forn).

MA. (Triste). «Cuando le dije que la pasión por definición no puede durar, ¿cómo iba yo a saber que él se iba a echar a llorar?» (Sabina).

A. «Eres responsable para siempre de lo que has domesticado». (El Principito).

MA. «A las mujeres no hay que comprenderlas, hay que amarlas». (Wilde).

E. «Los hombres son como los peronistas: no son ni buenos ni malos, son incorregibles». (Borges adaptado).

MA. «Explicar, explicar. Ustedes si no nombran las cosas ni siquiera las ven». (Cortázar).

E. Señora jueza permítame alegar que «Quien tiene muchos vicios tiene muchos amos». (Plutarco)

MA: «Y nada es promesa entre lo decible que equivale a mentir (todo lo que puede decirse es mentira), el resto es silencio. Sólo que el silencio no existe». (Pizarnik).

A: Yo la declaro inocente Mery Ann. «Nadie entiende que lo has dado todo. Sin embargo, debes dar más». (Porchia)…

 

Quedan unos pequeños granos de arroz perdidos en la sartén. Afuera ya no nieva.

Las teclas de la laptop, silenciosas, aguardan el ansiado punto final.

      Nuria Docampo Feijóo ndocampo@rionegro.com.ar


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