El secreto

Sobre nosotros, los feos, pesa una terrible condena. Estamos desligados de cualquier responsabilidad de lucir bien. Es lícito que la mañana nos encuentre con mal aliento y que le abramos al sodero con lagañas en los ojos y moretones en los brazos.

Los feos no aparecemos en televisión. Aunque, desde un tiempo a esta parte, algunos productores con pinta de inteligentes, nos usan para protagonizar sus bien guionados dramas pasionales. Extrañamente, según la televisión al menos, los feos tenemos mayor predisposición a engañar a nuestras ¡amantes!, golpear al enemigo en la punta de la nariz y atentar contra el abuelito. Somos carne de cañón en esos bodrios de la media tarde. ¡Vean mis amigos! ¿O no aplaudimos cuando coronan una reina que jamás resulta ser hija nuestra? O pariente (concedo: una vez salió reina del higo una prima lejana).

Los feos no tenemos remedio. Seremos feos hasta la muerte. No nos irá mejor al otro lado. Según fuentes confiables (hay algunas que no lo son) el Paraíso y hasta el mismísimo Infierno constan de secciones para «Feos» y «Lindos». Dicen que hay un apartado especial para «Monstruos». Allí deberían figurar Frankenstein, Drácula y Michael Jackson (cuando muera, evidentemente).

Los feos no protagonizamos demasiados comerciales de cigarrillos… de whisky tampoco (concedo otra vez: Harvey Kietel se pasea entre leones en los canales de cable). Hace unos días vimos uno en el que teóricamente estamos en la primera línea de fuego. Con cánticos de barra brava unos jugadores de fútbol tratan de levantarnos el ánimo. Gracias muchachos (¿qué más se puede decir al respecto?). Los feos nunca salimos en la sección sociales de las revistas nacionales. Esa donde las modelos de moda (porque hay algunas que ya no lo están) lucen bikinis y los varones oscuros trajes de funebrero. Jamás se nos enamoró Araceli González o, ya que estamos, Shakira. Con los feos no hay caso (y con las mujeres no hay manera, escribió Boris Vian). Podemos dar la vuelta olímpica a la «Bombonera» que seguiremos siendo lo que somos: diferentes a los lindos.

Un par de ventajas tiene esta particular condición. En un mundo donde los lindos llevan ventajas insólitas –entrar derecho a las discotecas de Belgrano R, terminar moviendo la colita en el ciclo de algún conductor simpático, que la señoras les manchen de rouge la frente cuando niños-, los feos no tenemos demasiadas certezas de nada. La mayor de todas es que siempre nos resultará difícil encontrar pareja para el baile de fin de año. Eso sí, en cuanto a lo demás, todo está por verse. Es que los feos han dominado al mundo por los siglos de los siglos. En su afán por acercarse al fácil glamour de los bellos, persisten y luchan hasta obtener compensaciones. Una de tantas es la riqueza. Pregúntenle a Bill Gates. Otra la cultura y el ángel, vayan si no a alguna sesión terapéutica con Alejandro Dolina. La más obvia, el poder. Empecemos por Napoleón.

La fealdad, como ciertas formas de odio (Emilio Estévez y Cioran han escrito sobre el particular) incitan a la gloria. Son el secreto de la ambición.

Claudio Andrade

candrade@rionegro.com.ar


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