El sexo de las plantas

A medida que el hijo mayor crecía, M. mantenía con él imaginarias conversaciones sobre drogas, para que cuando llegara el momento todo fluyera como debía, como indicaban los libros que ayudaban a criar con amor y respeto y límites y contención; como correspondía a su idea de madre que no es amiga sino madre. O sea: en su cabeza todo transcurría sin desaciertos y no quedaban preguntas sin responder.

De todos modos, M. no estaba a la espera de una ocasión especial sino que desde la preadolescencia del hijo que iba sacando el tema de forma casual, le preguntaba, conversaba con sus amigos, traía a colación historias relacionadas. M. sabía que lo más probable era que su hijo probara alguna droga, así como probaría alcohol o un cigarrillo. Y por lo tanto quería asegurarse de que entendiera la diferencia entre probar y consumir, que conociera los efectos de cada sustancia y el modo de actuar si algo se salía de control y que, cuando llegara el momento, lo hiciera en un lugar cuidado, junto a personas que pudieran ocuparse de él si fuera necesario. Como la mayoría de las madres, M. imaginaba una situación ideal y cuasi romántica, un rito de transición a la adultez porro mediante, que poco tenía que ver con la realidad.

Nunca hubo una gran conversación (sí varias cortadas, dirigidas). Nunca hubo preguntas por parte del hijo, que prefería aprender de otras personas, pero sí le fue llegando a M. la constatación de que aquello ya estaba pasando: hebras de hierba en el fondo de la mochila acompañadas de pequeños aparatejos extraños a los que tuvo que ponerle nombre le indicaron que el chico, promediando los 16, ya se iniciaba en los secretos de la cannabis sativa y que sabía más que ella. Esto no intimidó a M., que nunca dejó de hablar del tema. Quería que su hijo supiera que ella sabía, que entendía que prohibir no tenía sentido (a menos que lo encadenara en el sótano, que ni siquiera tenía, como en algunas películas) y que por lo tanto lo que valía ahora era el control. Hasta allí todo parecía marchar según lo esperado en el rubro “adolescente de x edad”.

Pero lo que finalmente pasó, eso no lo esperaba. Un día el hijo mayor le pidió permiso (por lo menos le pidió permiso) para cultivar su propia planta de marihuana. Para aquello M. no estaba preparada. Esa información no aparecía en los libros de crianza ni la había practicado nunca en su cabeza, así que dijo lo único lógico en el momento: no. Que mirá si ella iba a apoyar su adicción (de pronto pasaba a ser una “adicción”). Entonces el hijo le hizo una pregunta que derrumbó todos sus supuestos saberes. Le preguntó: “¿Vos tenés idea de qué fumo yo?”, y enseguida la iluminó: “Prensado paraguayo, es lo único que puedo pagar”. Y allí el mundo comenzó a girar para el otro lado.

M. corrió a internet. Aprendió sobre “prensado paraguayo” y lo que leyó la llenó de pavor. Pero además comprendió que el hijo (y los amigos que eran hijos de otras mujeres como ella) compraba los porros a gente que vendía porros. Es decir: no se los daba un compañero piola, no venían del jardín de un tío hippie, no aparecían de la nada. Su hijo tenía el teléfono de un vendedor de drogas y vaya uno a saber cómo y dónde y cuándo hacía la transacción. Y la situación la llevó a comprender enseguida la importancia y enormidad de la discusión sobre legalización de estupefacientes, sobre tenencia para uso propio, sobre cultivos personales y todos los etcéteras en los que ahora, como antes, estaba absolutamente de acuerdo. Pero ahora más, claro, ahora que sabía. Y como M. también es (era, había sido) curiosa, inquieta, apurada, rebelde, siguió estudiando sobre el sexo de las plantas (¿justo esta planta tiene que tener sexo?), sobre el tamaño descomunal que podía alcanzar (¿y si los vecinos la veían, y si alguien la denunciaba, y si la señora de la limpieza preguntaba el nombre de la planta nueva o pedía un gajo?), sobre temperaturas e invernaderos (el hijo ofreció cultivar en su placard, entre pantalones y camperas) y además descubrió que de pronto todo el mundo tenía una planta de marihuana en la casa, que si bien no se hablaba de eso, era más común de lo que parecía. Y claro, su determinación se quebró. O tal vez no se quebró (no quería ayudar a su hijo a fumar, pero menos quería que fumara veneno), pero entendió que debía hacer frente a una situación inesperada que nunca había practicado en su cabeza. Entonces dijo que no se involucraría, que no ayudaría, que no regaría siquiera, pero no dijo no. Y luego vio hacer. El hijo compró dos macetones enormes, tierra, piedras, se quitó la remera y trabajó. M. le sacó una foto sin su permiso. Su hijo paleando tierra era algo que nunca había imaginado ver. Le provocó algo parecido al orgullo.

Esta historia no cierra con una feliz planta de cannabis creciendo en el balcón. Ninguna semilla germinó y el hijo perdió el interés en la jardinería. En cuanto a M., espera que su hijo esté fumando ahora algo de mejor calidad. De todos modos él dice que consume menos, alguna vez, que ya fue, y ella se esfuerza por creerle, porque lo otro (el “prensado paraguayo”, los narcotraficantes, el hijo en riesgo, la espera por saber si la planta era macho o hembra) le había enseñado que había un rincón del mundo –y de su cabeza– en donde ninguna respuesta era correcta.

Opiniones

Verónica Sukaczer –

@VeroSuk


A medida que el hijo mayor crecía, M. mantenía con él imaginarias conversaciones sobre drogas, para que cuando llegara el momento todo fluyera como debía, como indicaban los libros que ayudaban a criar con amor y respeto y límites y contención; como correspondía a su idea de madre que no es amiga sino madre. O sea: en su cabeza todo transcurría sin desaciertos y no quedaban preguntas sin responder.

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