El sueño de un futuro chino
Las potencias hegemónicas regionales de turno siempre han exportado no sólo soldados, colonos y mercaderes sino también su cultura, es decir, en primer lugar su idioma y, acompañándolo, su forma de ver el mundo y de tratar de entenderlo. Es lógico, pues, que muchos estén preguntándose cuál será la influencia de China si, como tantos suponen, logra erigirse en una “superpotencia” auténtica, con un nivel de vida equiparable con el alcanzado por los países desarrollados occidentales, lo que, merced a su peso demográfico, le daría un producto económico superior a aquel de Estados Unidos, Europa y Japón sumados. ¿Significaría que nuestros hijos tendrían que aprender chino, una lengua difícil debido a sus particularidades fonéticas y, más aún, a la necesidad de familiarizarse con aproximadamente cinco mil ideogramas o, en el caso de quienes quieran explorar la riquísima literatura china, muchos miles más? ¿Reemplazaremos a Sócrates y Aristóteles por Confucio y Mencio? ¿Sus pensadores y literatos modernos desempeñarían papeles similares en nuestro universo mental a los de tantos alemanes, franceses, ingleses, italianos, españoles y norteamericanos en los últimos siglos? De estar en lo cierto aquellos profetas que nos aseguran que el “Imperio del Medio” redivivo pronto tendrá un impacto cultural tan poderoso como el de grandes potencias anteriores, como en Occidente Grecia, Roma, Francia e Inglaterra, con un breve intervalo protagonizado por España y, en Asia Oriental mil años antes, el de China misma, sería de suponer que sí, pero la verdad es que no parece demasiado probable que ello ocurra. Para comenzar, no hay ninguna garantía de que China logre resolver los problemas ingentes que le planteará en los próximos años el envejecimiento muy rápido de la población; a menos que logre hacerlo, sólo un colapso catastrófico del Occidente le permitiría superarlo para entonces proyectar al resto del mundo su estilo de vida. Otro obstáculo consiste en que, mientras que la cultura occidental es esencialmente pluralista, por ser el producto de aportes de muchos pueblos distintos, y sigue siendo llamativamente ecléctica, a través de los siglos la de China ha estado mucho más cerrada, menos dispuesta a reconocer el valor de lo ajeno, lo que a juicio de muchos chinos debería repudiarse. Puede que la propensión así supuesta sea universal, pero ocurre que a partir del hundimiento de la Roma helenizada, en Occidente ningún país consiguió que todos los demás se dejaran dominar por su cultura. Incluso cuando Francia pareció estar en vías de lograrlo centros rivales ya surgían en Inglaterra y, después de las guerras napoleónicas, en Alemania. En cuanto a la influencia actual de Estados Unidos, se ha hecho sentir mayormente en el terreno popular, y su protagonismo científico reciente se ha debido en buena medida a que miles de europeos y asiáticos han elegido trabajar en universidades norteamericanas. En China la supremacía cultural del pueblo Han apenas fue puesto en duda durante miles de años. Además, a pesar de contar hoy en día con más de 1.400 millones de habitantes, China disfruta de un grado notable de homogeneidad étnica, con más del 90% calificándose de Han. Una consecuencia es que muchos chinos, entre ellos integrantes de las elites, sencillamente no creen en la igualdad de los pueblos y razas que conforman “la comunidad internacional” mundo, o en el deber de respetar otras culturas. Cuando miran al exterior ven una jerarquía de naciones, encabezada por ahora por los occidentales materialmente más exitosos con los que aspiran a unirse y el resto del género humano ocupando escalones más humil- des. Como es natural, tal actitud provocará la resistencia de quienes no comparten la idea de que la importancia de cada uno se vea determinada por sus rasgos étnicos o el estado actual de su país de origen. Tampoco ayudará a los resueltos a convencer a los demás de la superioridad intrínseca de la cultura china moderna el que el racismo sea uno de sus ingredientes. Por lo demás, durante milenios los líderes chinos estuvieron acostumbrados a suponer que las relaciones exteriores eran una cuestión de las del Imperio del Medio, el centro, con estados vasallos que a veces les sería forzosos apaciguar pero cuyo papel debido consistía en traerles tributo. Con la llegada de europeos agresivos, bien organizados y mejor armados, se dieron cuenta de que las cosas distaban de ser tan sencillas, pero las actitudes propias de otros tiempos no han desaparecido por completo. Es poco probable que el eventual éxito económico de China –en vista de la brecha muy grande que todavía separa el ingreso promedio de los chinos que viven en la República Popular no sólo de los europeos y norteamericanos sino también de los argentinos y brasileños aún sería temprano ponerse a festejarlo– sirva para que abandonen sus prejuicios. Antes bien, el triunfalismo resultante, la sensación de haberse por fin desquitado de los occidentales en el terreno que creyeron suyo, podría intensificarlos. Aunque sería de suponer que el gobierno chino, consciente de que a una potencia comercial le conviene cultivar buenas relaciones con otros países, intentarían convencer a sus “socios”, sobre todo los del mundo subdesarrollado, de que el racismo es una enfermedad monopolizada por europeos y sus descendientes, y que por lo tanto acusarlos de sufrirlo es de por sí racista, sorprendería que lograran hacerlo. Con todo, la barrera principal que los chinos se verían obligados a superar antes de que su propia cultura reemplazara a la occidental como la más influyente, es la conformada por el idioma. Aunque es más fácil aprender a escribir y leer chino que el japonés, donde el mismo ideograma –por lo común, uno importado desde China– puede pronunciarse de varias maneras totalmente diferentes: si forma parte de un nombre personal, el que se escribe como + puede leerse como “Mitsura, Hisashi, Momoki, Mogiki, jû, shû, tô, to, so, kazu, shige, jitsu, tada, mitsu, tomi, ma, toto y ta”, mientras que, por suerte, en chino virtualmente todos representan un solo sonido, saber de memoria miles de ideogramas seguirá siendo una tarea ardua hasta para los nativos. Es sin duda por este motivo que, según se informa, con la aprobación del régimen nominalmente comunista, el 20% de los chinos –280 millones– está tratando afanosamente de aprender inglés, una inversión enorme en tiempo y esfuerzo que no hubieran emprendido si creyeran que más que una pequeña minoría de extranjeros se daría el trabajo de estudiar en serio el chino a fin de comunicarse directamente con ellos.
JAMES NEILSON
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