El triunfo de los optimistas

Por James Neilson

Sí, los norteamericanos son distintos. Lo ratificaron el martes cuando, para estupor de millones de europeos y latinoamericanos, dieron a George W. Bush más votos que a cualquier otro candidato presidencial de la historia de Estados Unidos. En la Argentina y otros países, tanta perversidad ya ha inspirado un sinfín de comentarios acerca de la ignorancia y la estulticia del norteamericano del montón, este ser primitivo y pésimamente informado que, a diferencia de sus equivalentes de otras latitudes, no entiende nada de política. ¿Cómo es posible -se preguntaron sus autores- que el grueso de los norteamericanos no se haya dado cuenta de que Bush es un cowboy belicoso cuya conducta es sumamente peligrosa y que, aunque sólo fuera por solidaridad con el resto del género humano, era su deber reemplazarlo por John Kerry?

La respuesta a este interrogante es que los norteamericanos o, cuando menos, los que no se sienten angustiados por el estado del planeta, siguen siendo llamativamente más optimistas que la mayoría de los europeos y latinoamericanos. Creen que su propio país es el mejor del mundo y que por lo tanto es muy extraño que los demás no se entreguen enseguida al «sueño norteamericano». Tal actitud enfurece a las élites académicas y mediáticas del propio Estados Unidos, las que con escasas excepciones apoyaron a Kerry con un fervor casi europeo, para no decir francés, pero no es tan ingenua como parece. No se equivocan aquellos norteamericanos que suponen que en Estados Unidos una persona «normal» sin ningún talento particular puede disfrutar de un nivel de vida que sea más holgado de lo que le esperaría en virtualmente cualquier otra parte del mundo. Conforme a una investigación sueca reciente, casi todos los norteamericanos «pobres» cuentan con más ventajas materiales -bienes de consumo, viviendas, etcétera- que la mayoría de quienes en Europa son considerados de clase media. Si los países de la Unión Europea se convirtieran en estados norteamericanos, todos salvo el minúsculo Luxemburgo se encontrarían ya entre, ya por debajo de, los cinco actualmente más pobres.

Tampoco se equivoca el norteamericano poco sofisticado del interior cuando asume que a muchísimos extranjeros nada les complacería más que poder saborear los placeres sencillos de su «estilo de vida». Todos los días, miles, en ocasión decenas de miles, de «hispanos» y asiáticos hacen un esfuerzo tremendo por inmigrar legal o ilegalmente, lo que, huelga decirlo, aumenta mucho la cantidad de pobres porque no es nada fácil para un recién llegado sin educación ni dominio del inglés abrirse camino. Sin embargo, en cuanto se trasladan a Estados Unidos, los que en sus propios países se dedicarían a protestar o a pedir subsidios suelen transformarse en luchadores dispuestos a trabajar muy duro. ¿Por qué? Porque los seduce el «sueño norteamericano», la ilusión de que con tal de que una persona haga bien las cosas podrá prosperar.

Las consecuencias políticas y económicas de dicho optimismo fueron profundas. Por no temer tanto por el futuro, los norteamericanos han soportado con estoicismo una serie de cambios estructurales que, si bien perjudicaron a muchos, les han permitido enriquecerse a un ritmo más rápido que el alcanzado por sus rivales. Por ser tan poderoso su «sueño», todavía no tuvieron que inquietarse por las pesadillas demográficas que tanto contribuyeron al pesimismo de los europeos, los que, tal y como están las cosas, podrían estar en vías de extinción. Además, gracias a su opulencia, las universidades estadounidenses continúan apropiándose de los cerebros más codiciados de Europa, Asia y América Latina: puede que por ser cuestión de académicos tales inmigrantes sirvan para agrandar el bando de los pesimistas norteamericanos, pero ya que los optimistas son tantos, tal aporte quedará neutralizado.

En la relación de Estados Unidos con el resto del mundo, su éxito envidiable y la propensión resultante a dar por descontado que lo que realmente quieren los demás países es una buena dosis de norteamericanismo militante, han provocado una multitud de problemas de todo tipo. El manejo de la situación en Irak por el gobierno de Bush se ha debido en buena medida a su convicción íntima de que, eliminado un dictador sanguinario, casi todos los iraquíes aprovecharían la oportunidad para construir una democracia comparable con la estadounidense, motivo por el cual no sería preciso que las fuerzas de combate fueran seguidas por un ejército varias veces mayor que durante años se encargaría de la ocupación. Aunque el precio de aquel error no ha sido tan tremendo como muchos afirman, si comparamos «el caos» en Irak con lo sucedido en otros territorios ocupados, parece exorbitante en una época en la que la muerte de un solo soldado puede ser tratada como una tragedia sin precedentes y en la que abundan los medios periodísticos, entre ellos muchos estadounidenses, que están deseosos de presentar todo revés como una nueva prueba de la incompetencia catastrófica del gobierno responsable.

Bush dista de ser el primer presidente norteamericano que se ha dejado convencer de que Dios o el destino lo convocó para diseminar por el mundo las bondades del estilo de vida de su país. También quiso hacerlo Woodrow Wilson, quien en 1918 dio un impulso fortísimo a los movimientos nacionalistas que terminarían destruyendo los viejos imperios, comenzando con el austrohúngaro, y John F. Kennedy, líder cuyo entusiasmo por la democracia dejó a Estados Unidos atrapado en el pantano vietnamita. Sin embargo, mientras que Wilson y Kennedy gozaron de la aprobación de sus contemporáneos progresistas, Bush es tomado por un conservador y por lo tanto es blanco del odio de una izquierda internacional que, para disgusto de algunos veteranos que respaldaron la invasión de Irak, parece haberse convertido en masa al realismo tradicionalmente derechista según el cual conviene colaborar hasta con los dictadores más brutales, porque sólo a un idiota se le ocurriría que los árabes, por ejemplo, (lo mismo que los latinoamericanos de otros tiempos), estarían en condiciones de manejar sus asuntos como personas civilizadas.

Quizás lo ideal sería una combinación de optimismo democratizante con el realismo de los que siempre han entendido que la empresa iniciada por Bush en el Medio Oriente sería sumamente ardua, una obra que con toda seguridad requeriría el trabajo, el dinero y la sangre de varias generaciones, pero si el norteamericano promedio creyera con menos intensidad en el poder incontrastable de las actitudes, convicciones y valores morales en que se basa su «estilo de vida», su país no sería la superpotencia hegemónica que en efecto es. Asimismo, la voluntad de Bush -y de Kerry- de combatir con vigor el terrorismo islamista, participando en la guerra civil apenas larvada que está desgarrando el mundo musulmán, cuenta con el apoyo de la mayoría de sus compatriotas, porque saben que si no lo hace Estados Unidos no lo hará nadie.

Para una democracia moderna, ser el país más poderoso del planeta es un papel extraordinariamente difícil. Quienes respaldaron a Bush sentían que en última instancia sería mejor que Estados Unidos se dejara guiar por sus propios instintos. En cambio, los partidarios de Kerry, concentrados en las zonas urbanas costeras, creían que Estados Unidos debería limitarse a ser primus inter pares de una gran coalición internacional, un planteo que era claramente inaceptable a los comprometidos con el excepcionalismo norteamericano. Aunque la idea de que Estados Unidos es diferente, y por lo tanto mejor, no puede sino parecer antipática a los demás, incluyendo a muchos que entienden que, en vista de las alternativas más probables, el mundo tiene suerte que el país rector sea una democracia cabal, tal convicción patriótica está en la raíz de su dinamismo. Si los norteamericanos dejaran de privilegiar su propia forma de enfrentar los desafíos, algunos apocalípticos, que plantea el mundo de nuestros días, Estados Unidos no tardaría en ser un país «normal» más. Se trataría de un cambio que sin duda sería festejado por millones, pero que bien podría señalar el comienzo de una edad signada por conflictos que serían mucho más terribles que los de otros tiempos.


Sí, los norteamericanos son distintos. Lo ratificaron el martes cuando, para estupor de millones de europeos y latinoamericanos, dieron a George W. Bush más votos que a cualquier otro candidato presidencial de la historia de Estados Unidos. En la Argentina y otros países, tanta perversidad ya ha inspirado un sinfín de comentarios acerca de la ignorancia y la estulticia del norteamericano del montón, este ser primitivo y pésimamente informado que, a diferencia de sus equivalentes de otras latitudes, no entiende nada de política. ¿Cómo es posible -se preguntaron sus autores- que el grueso de los norteamericanos no se haya dado cuenta de que Bush es un cowboy belicoso cuya conducta es sumamente peligrosa y que, aunque sólo fuera por solidaridad con el resto del género humano, era su deber reemplazarlo por John Kerry?

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