El uso clientelar de los fondos públicos

ALEARDO F. LARíA (*)

El politólogo Guillermo O’Donell ha llamado la atención sobre algunas democracias que, bajo una aparente fragilidad institucional, esconden una tupida red de sólidos recursos informales. Las prácticas como el clientelismo y el particularismo son mecanismos informales que se suelen justificar por la existencia de ciertas fallas de las instituciones formales para brindar asistencia. Pero la aceptación de altas cuotas de informalidad tiene un elevado costo: impide la acción de los controles institucionales establecidos en la ley y favorece la distribución arbitraria de los bienes políticos. Un ejemplo de estas prácticas informales, sustitutorias de las vías institucionales que debieran canalizar los recursos del Estado destinados a la acción social, fue en el pasado la Fundación de Ayuda Social María Eva Duarte de Perón. Conocida popularmente como Fundación Evita, construía viviendas de bajo coste para huérfanos, madres solteras y ancianos, casas de acogida para mujeres trabajadoras, comedores para niños, hospitales infantiles, colonias de vacaciones para trabajadores, etcétera. En un principio había sido financiada por contribuciones voluntarias de individuos o empresas que querían congraciarse con Eva Perón. Pero más adelante un decreto gubernamental derivó a la caja de la fundación el 20% de los ingresos anuales que arrojaba la lotería nacional. También la CGT impuso a cada trabajador la obligación de ceder a la fundación dos días de salario al año, así como el primer mes de cualquier aumento salarial. El historiador Joseph Page (“Con mis propias palabras: Eva Perón”, Ed. Grijalbo) relata que un reportaje publicado en el “New York Time” describía cómo Evita recibía en su despacho a los pobres que hacían cola para verla y que ella atendiese sus pedidos en forma personal. La prensa oficial la caracterizaba por ello como “la dama de la esperanza” y “madre espiritual de los argentinos”. Cuando el periodista norteamericano le preguntó si llevaba la contabilidad, Evita contestó que no, ni lo haría, porque aquello no era “una empresa comercial”. Page señala que “este modus operandi atizó los rumores de que Evita y sus colaboradores más estrechos desviaban fondos de la fundación, una acusación que jamás ha podido probarse”. Otro episodio que algunos pueden relacionar con la actualidad es el hecho de que en 1950 unas pruebas hospitalarias detectaron la presencia de un cáncer de útero en la esposa del presidente Perón. Los médicos aconsejaron una histerectomía, pero Evita se negó aduciendo que el diagnóstico provenía de sus enemigos políticos. Luego de su fallecimiento, acaecido en 1951 –cuenta el historiador Joseph Page– “los peronistas afirmaron más tarde, como artículo de fe, que su amor por los pobres la impulsó a sacrificar las energías, la salud y por último la vida como una mártir”. Las similitudes que ahora se pueden encontrar entre la historia de la Fundación Eva Perón y los avatares por los que atraviesa actualmente la Fundación de Madres de Plaza de Mayo, presidida por Hebe de Bonafini, responden a la inalterabilidad de la misma matriz clientelar característica del populismo. Se trata de sustituir la oferta de prestaciones públicas, que se financian con los impuestos de todos los argentinos, para canalizarlas a través de redes particulares y partidistas que le imprimen el sello indeleble de la contraprestación política. Bajo un falso manto de impunidad, que les daría su aparente fin benéfico, se pretende justificar también la falta de controles contables y administrativos en el uso de fondos públicos, con las inevitables consecuencias que esas prácticas informales tienen. De este modo se incumple, por ejemplo, la ley de Obras Públicas, que establece la obligación de licitar en forma imparcial cada obra que realiza el Estado. Si esos fondos destinados a la construcción de viviendas populares han servido luego para enriquecer a algunos aprovechados, para imprimir los carteles electorales de Amado Boudou, o si ha habido apropiación indebida de retenciones impositivas y previsionales efectuadas a los obreros son todas cuestiones que deberán ser dilucidadas ahora por la Justicia. Pero ésas son sólo las consecuencias derivadas de una grave falta ética y política previa cometida por la Sra. Hebe de Bonafini, quien en una arriesgada decisión personal aceptó convertirse en instrumento voluntario de esas políticas clientelares. Al cuestionar esas prácticas, como es obvio, no se ataca ni a Madres de Plaza de Mayo ni la política de derechos humanos, que son asuntos completamente ajenos a las prácticas clientelares. Es más. Si la Sra. Hebe de Bonafini asumiera la plena responsabilidad por sus errores renunciando a su cargo –como un mínimo sentido ético de respeto a la institución que preside lo exige– la eventual confusión quedaría despejada. Mientras el acceso a los derechos civiles, sociales y políticos no sea universal y no esté exento del tráfico denigratorio al que lo somete el intercambio mercantil entre los gobiernos y sus clientelas políticas, seguiremos lastrados por las prácticas informales del populismo. Por el momento, ante la reiteración de estas prácticas, sólo cabe acudir al ejercicio honesto y no selectivo de la memoria, para verlas como reflejo no superado de un pasado que vuelve. Los pueblos que no aprenden de su pasado, decía Santayana, están condenados a repetirlo. (*) Abogado y periodista


ALEARDO F. LARíA (*)

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