Ellos y nosotros

Por Jorge Gadano

Para empezar con ellos, una aclaración necesaria: el presidente electo del Brasil, Luiz Inácio da Silva, no es más izquierdista hoy que el general De Gaulle o que sus predecesores Getulio Vargas y Juscelino Kubitschek. Si lo fue en sus tiempos de dirigente sindical del cordón industrial paulista, de entonces a hoy ha dejado de serlo. El capitalismo tiene menos que temer de Lula que de quien le entregará el poder, Fernando Henrique Cardoso, quien era un intelectual marxista asumido cuando la dictadura militar de su país le quitó sus derechos políticos.

Aunque sería prudente esperar a que comience a gobernar, se puede adelantar que Lula ha mostrado ya el definido propósito de alinear a los militares junto a su gestión de gobierno. Lo hace, como con otros de los llamados «factores de poder», desde una relación de fuerzas que le favorece, porque nunca un presidente del Brasil ha llegado a ese cargo con el apoyo popular que él obtuvo en las recientes elecciones generales brasileñas.

Poco antes del primer turno electoral, Da Silva se reunió con mandos militares en actividad y retirados en Río de Janeiro y les dijo que, a su juicio, los tres principales proyectos estratégicos de desarrollo del país habían sido los puestos en marcha por Vargas, Kubitschek y las Fuerzas Armadas. En el caso de los militares se refirió a la dictadura militar que se inició con el golpe que destituyó a Joao Goulart en 1964 y que se extendió a lo largo de casi dos décadas. También se manifestó partidario de mantener el servicio militar obligatorio porque, argumentó, el ingreso per cápita del país no da para pagar un ejército de voluntarios.

Quizás sea más sencillo elogiar a las Fuerzas Armadas si quien lo hace es un ex dirigente sindical que las enfrentó cuando gobernaron el país. Pero lo es también porque la dictadura brasileña fue, entre todas las que asolaron el sur del continente, a la vez que la más larga la más «inteligente», ya que cometió crímenes y violó derechos humanos sólo en la medida estrictamente necesaria para aplacar cualquier rebeldía. De allí que los movimientos de denuncia y de defensa de los derechos humanos que brotaron en otros países como la Argentina, Chile y Uruguay no existan en Brasil.

Desde ese mismo sustento obrero y popular Lula también establece vínculos con la burguesía brasileña. Pero para desentrañar la calidad de ese vínculo y sus perspectivas es preciso tener alguna idea de lo que es la burguesía brasileña, de cómo piensa, de su historia y su cultura. Y, a la vez, colocar a su lado como objeto de estudio al Ejército y a la Iglesia.

Viene bien, para iniciar una reflexión al respecto, recordar que desde alguna izquierda marxista se ha criticado la alianza de Lula con el poderoso empresario José Alencar, pero no se ha extremado el análisis inverso: ¿por qué Alencar, que representa a algo más que a sí mismo, aceptó compartir la fórmula con el «izquierdista» Lula? Dicho de otra manera: ¿quién pesa más dentro de esa alianza?

En contraste con la burguesía argentina, la brasileña recorre la historia de su país de norte a sur con una marca singular. La economía del Brasil conquistado comenzó en el norte con el azúcar, siguió hacia abajo con el caucho y llegó al sur con el café. Hay un surco de esclavitud y crimen en esa historia, pero el capitalista «fazendeiro» que entonces como hoy enfrenta a tiros a quienes se atreven a tocar su propiedad, no tiene ningún parecido con nuestro hacendado saladerista de la pampa húmeda, cuyo más típico ejemplar es Juan Manuel de Rosas. Porque mientras aquí la renta de la tierra brotó con mínimo esfuerzo, en Brasil el aporte de trabajo y riesgo de la aventura capitalista fueron enormes. Naturalmente, las economías de ambos países tienen poco que ver hoy con aquellos comienzos, pero conocerlos ayuda a entender cómo se ha formado la cultura de las denominadas «clases dirigentes» o «pudientes» en uno y otro.

Con la Iglesia, Lula no necesita ningún acercamiento, porque siempre estuvo cerca. También hay diferencias en este caso con la Argentina, porque la jerarquía eclesiástica brasileña de aquella época, presidida por el cardenal Aloisio Lorscheider, siempre estuvo a distancia de la dictadura, y abundaron los obispos que, como Jaime de Nevares, denunciaron las persecuciones y ayudaron a los perseguidos. Fueron, por ejemplo, los casos de Helder Cámara en el nordeste y de Paulo Evaristo Arns en la diócesis paulista, la de mayor población católica del planeta.

Lo expuesto hasta aquí no significa que el gobierno será un lecho de rosas para el nuevo presidente del gran vecino. El oficialismo es una minoría en el Congreso, y lo es también en el elenco de gobiernos estaduales, sin contar con que los de mayor peso (San Pablo, Minas, Río) quedaron en manos de la oposición.

Y lo peor, la economía. La deuda pública es de 240.000 millones de dólares, el riesgo país crece, el real se devalúa y una masa de excluidos que duplica a la población de la Argentina espera justicia, ahora mucho más que antes porque quien va a gobernar es, así lo creen, uno de ellos.

El gobierno de los Estados Unidos, el Fondo Monetario, «los mercados», están inquietos. Pero no tanto como para no saber que en Brasil el poder político representado por el presidente electo es real. He aquí otra diferencia con la Argentina.


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